El relato de las gentes de una sierra universal

El autor ha tejido memorias y recuerdos para crear un retablo de personajes y vivencias

Eudosia Martínez y su hijo Antonio Alonso y al fondo el cementerio en el barrio de El Carmen.
Eudosia Martínez y su hijo Antonio Alonso y al fondo el cementerio en el barrio de El Carmen.
Manuel León
14:20 • 11 feb. 2016

Uno puede caer en la tentación, cuando lo tiene entre las manos, de presuponer que el libro de Andrés Molina Franco es una croniquilla sencilla y evocadora de un pueblo de la sierra; un vademecum de relatos locales para consumo melancólico de sus cómplices habitantes.




Pero cuando uno se abraza a sus párrafos y agavilla sus letras sentidas hasta la extenuación, cae en la cuenta de que sucumbe al pálpito, sin ser nativo de Macael, sin haber sido bendecido por el manto de la Virgen del Rosario, sin haber correteado por sus calles empedradas ni haber probado los mantecados de Solita. Y  comulga con la idea de que Macael, el territorio de Andrés, puede ser Albox o Laujar o Senés o Garrucha o el Swann de Proust.
Andrés Molina, un profesor de instituto, ha escrito un retablo memorable de una época y de un lugar: el Macael que él conoció siendo un chiquillo. Y lo ha hecho con 52 años, cuando le ha sido posible soltar todo ese lastre de recuerdos, de memorias, de soliloquios y silencios de madrugada, después de macerarlo durante años dentro de su almario, hasta vendimiar la cosecha impresa.




Se percibe, desde el principio, que no es un libro más editado por el Instituto de Estudios Almeriense, esta historia cercana de Macael. No lo es. Sin conocer al autor, ni haberlo visto nunca, uno desea haber nacido y crecido a su lado por el modo en que cuenta, en que dice, en que narra la rutina y el saber arcaico de una tierra áspera de hombres fuertes. 




Río de saberes
Son estas  historias de Andrés como un río de saberes que hace que la singladura de la  lectura sea embriagadora y que tienta siempre a seguir adelante en sus páginas. A uno se le antoja, sin saberlo del todo, que esta escritura tan fantástica ha sido fruto del animal que mantenía encerrado en su corazón el autor  y al que ha liberado del toril en letras de molde, como cuando Conrad escribió El Corazón de las Tinieblas o Hemingway su Adiós a las Armas. 




Las de Andrés son historias para leer en una sillita de anea, al fuego -aunque ya casi no existan casas con chimenea- donde aparece una colmena de personajes, como su abuelo fragüero, como Dolores la modista, como Pepe el churrero, que vivieron bajo la piedra de Los Filabres, pero que podrían ser oriundos de cualquier pueblo de España.




Surgen canteros, cincelistas, herreros, héroes de lo cotidiano, en una tierra que ahora es láser y diamante, pero que antes fue puntero y cincel. Se oye, si se cierran los ojos, el sonido de las herramientas rompiendo el mármol cristalino, en un aprendizaje compartido durante siglos en madrugadas gélidas con las manos empapadas de rocío.




Andrés parece que escribe en piedra como los artesanos del arte funerario de Macael, esos que ponen letras al dintel de lo que será nuestra última morada. Relata con humildad franciscana, en frases cortas, pero con pasión enfermiza, el oficio de  gentes que abren las entrañas de esa tierra con furia de titanes.




Son historias que nos tocan el alma: mujeres bordando el ajuar, hablando de sus cosas, mirando el cerro Ocará; el tío Placeres, arriero, con su petaquilla de tabaco y papel de arroz; el maestro don Tomás, el cura subido a una Montesa, Pepe el Churrero con la rueda cogida con los palos, Reinalda la zapatera, el agua cristalina de la Fuente Maestra, la estación de Finés-Olula por donde emigraban los que emigraban.


Y también se relatan las verbenas con música de pitos tomando Lux con ginebra; el campo de Las Nieves, donde gladiadores como Pedro Pastor se ataban, como Samitier, un pañuelo en la frente y arrollaban a los rivales como  Belauste en Amberes.  Y las procesiones con la Madre de Macael, pasando por la calle donde se apostaba la arquilla del turrón y la pizarra del cine donde se anunciaba Puente de coplas de Antonio Molina; imágenes de vaquillas por la calle, cencerrás, isocarros y mulillas, máscaras y caretas se  ven en este cronicón pertenecientes al Fondo de Macael Antigua, que complementan al brillante amanuense Molina.


Como avanza Javier Marchante en el prólogo, Andrés Molina es un observador de rutinas y cadencias. Y esa mirada precisa y tierna ha hecho posible ungir un relato mayúsculo, sin trampa ni cartón, que de lo local fluye a lo universal de los pueblos, con un atrezzo que estremece, aunque no hayas nacido en esa sierra, como emociona Faulkner, sin que el lector haya pisado nunca un campo de algodón de Alabama.
 



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