Madre de un barrio, de un tiempo

Ha fallecido la eterna comadrona de los pobres, la mujerpor cuyas manos pasaron casi todos los niños de La Chanca cuando las madres parían en las casas. Gloria Sevilla Salmeró

Gloria Sevilla ha pasado los últimos años arropada por sus familiares y el cariño de la gente que la conoció.
Gloria Sevilla ha pasado los últimos años arropada por sus familiares y el cariño de la gente que la conoció.
Eduardo D. Vicente
18:25 • 05 mar. 2016

En sus manos conservaba la huella de la vida, el corazón de un barrio. En cada arruga se reflejaba un parto, un nuevo niño venido al mundo cuando no existía otra garantía que la habilidad de la comadrona para que saliera intacto del útero de la madre. Era difícil encontrar una familia desde la calle de la Reina hasta La Chanca, que no hubiera sido asistida alguna vez por Gloria Sevilla, la matrona de un tiempo en el que los hijos se traían en las casas. En los años de la posguerra, cuando empezó a ejercer el oficio, el teléfono era un lujo que no llegaba al barrio y cada vez que una mujer se ponía de parto no existía otro medio de comunicación que pasar la voz de vecina a vecina para que la avisaran lo más pronto posible. Y allí iba ella, corriendo como un galgo, subiendo las cuestas empinadas como si estuviera volando, sabiendo que de sus piernas y de sus manos dependía la vida de un niño y de una madre.




Mujer de sangre caliente, luchadora, amante de la vida, referencia sentimental de un barrio, Gloria Sevilla Salmerón ha fallecido una semanas antes de cumplir los 98 años de edad. Se ha ido rodeada de sus familiares, tan arropada como una niña a la que la memoria la llevaba por esos senderos de la infancia donde uno tiene siempre la impresión de haber sido feliz. Hay una edad en la que volvemos atrás, en la que ya no cuenta lo que somos, sólo lo que fuimos, y llegado ese tiempo regresamos para volver a mezclarnos con nuestras raíces y poder hablar de nuevo con los nuestros como lo hacíamos cuando éramos niños. 




Gloria se fue después de una vida tan intensa que nunca dispuso de diez minutos para reflexionar. Siendo niña trabajó en la fábrica de almendra, sufrió la guerra, tuvo siete hijos y se hizo comadrona ayudando a nacer a cientos de niños.




Vino al mundo el domingo 30 de marzo de 1918, cuando las campanas de la iglesia de Balerma, su pueblo, tocaban sin parar anunciando una nueva resurrección de Cristo. Don Julio, el cura, se fue a la playa en busca del padre para comunicarle que había tenido una niña y que sería recomendable que se llamara Gloria por haber llegado al mundo en un día tan señalado. El padre atendió a medias la sugerencia del párroco y bautizó a su hija con el nombre de Dolores Gloria Sevilla Salmerón. 




De los días en el pueblo apenas ha conservado recuerdos. Sólo la imagen borrosa de su padre arreglando la barca antes de salir a pescar. Gloria tenía cinco años cuando su familia se trasladó a Almería para trabajar en uno de los barcos del armador Domingo Quero. Se vinieron a vivir al barrio de Pescadería, al número 39 de la calle Valdivia,  un refugio de pescadores, formado por calles de tierra, estrechas y polvorientas, que bajaban en pendiente desde los cerros hasta el mar. Allí, entre aquella gente pobre que compartía sobre la mesa lo poco que tenía, se fue forjando el carácter de Gloria.




Mujer de sangre caliente, incansable, luchadora, amante de la vida, referencia sentimental de un barrio. No ha habido una batalla en la que ella no haya tomado partido. Detrás de cualquier injusticia, bajo las pancartas reivindicativas de los pescadores, al lado siempre de los desheredados. En sus manos generosas y revolucionarias fue dejando huella el trabajo, el hambre, la muerte, la pasión por la vida. Era una niña de trece años cuando entró a formar parte de la plantilla de mujeres de la fábrica de almendra que había en la calle Pedro Jover, propiedad del empresario don Antonio Pelegrín y de su suegro, don Antonio Caparrós.




Le tocó sufrir la guerra. Vio morir a su suegra, Adelina López, aplastada por un proyectil mientras corría con su hija en los brazos buscando uno de los refugios de las cuevas de las Palomas. Sintió tan cerca la sombra de la muerte que desde entonces se dedicó a repartir vida. Tuvo siete hijos de su matrimonio con el pescador Ignacio Aguilera y durante más de cuarenta años ejerció como comadrona de forma altruista. Cuenta que se inició en el oficio en plena guerra. Su casa era, en realidad, una cueva habilitada, y cuando había problemas muchas personas buscaban allí cobijo. “Venían del llano y nos pedían de favor que los dejáramos refugiarse”, recordaba Gloria. Una tarde, con la casa llena de gente, una cuñada se puso de parto. La madre de Gloria, desesperada en medio del apuro, no tenía a quién acudir, y la llamó a ella. Ninguna de las dos sabía nada de aquello, pero fueron valientes. “Allí me solté el pelo y por primera vez asistí a un parto”.




Tiempo después, ya casada, una señora del barrio, Rosa Sánchez, la llamó. Estaba sola y a punto. Gloria se arremangó y sacó su primer crío, un varón. “En mi mente se despertó eso, seguro que ya lo llevaba dentro”, decía. 


Generosa Nunca cobró por asistir a un parto y en alguna ocasión hasta tuvo que llevar ella comida para que la madre pudiera echarse algo a la boca después de dar a luz. Conoció la miseria con nombres y apellidos. La llamaban para atender a mujeres que parían dentro de cuevas en las que no había luz ni agua y las condiciones higiénicas eran tan duras que ponían en serio peligro la vida de la madre y el niño. Fue la enfermera permanente de todo un barrio. Siempre dispuesta a acudir al auxilio de quien la necesitaba. Su casa siempre estuvo abierta y su voluntad al servicio de la gente que tocaba a su puerta. Ella no recordaba a todos los que había traído al mundo, pero muchas veces, cuando iba caminan do  por la calle, alguien la paraba y le decía: “¿No me reconoce?”.
 



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