La vida siempre a fuerza de carreras

Los Córdoba son una familia de taxistas que han vivido los años dorados cuando con medio día se ganaba un jornal

José Córdoba González, uno de los históricos del oficio, con su hijo Sergio, también taxista, y su sobrino Javier Martínez, hijo del gremio.
José Córdoba González, uno de los históricos del oficio, con su hijo Sergio, también taxista, y su sobrino Javier Martínez, hijo del gremio.
Eduardo D. Vicente
21:47 • 24 sept. 2016

Hubo un tiempo en que cuando escuchábamos el estruendo de un motor a lo lejos, antes de ver el coche ya sabíamos quién era: el sonido del Isocarro del hombre que iba repartiendo las garrafas de vino por las bodegas era inconfundible, un chófer montado sobre un ruido; el zumbido del camión de la regadora que reconocíamos en seguida para echar a correr detrás desafiando el agua; el estruendo de la moto Ducatti de Manuel Lores, el pequeño lechero que parecía un niño detrás de las cacharras; y el ronquido que iban emitiendo aquellos Seat 1500 que fueron los taxis de los primeros años setenta, con su franja roja sobre  fondo negro como si fueran vehículos oficiales.




Hubo un tiempo en el que los únicos coches que veíamos por las calles eran los taxis, de los que dependían la mayoría de las familias que no tenían coche. “Cuando yo empecé en el taxi todavía había muchas personas, sobre todo mayores, que no se habían sacado el carnet y que para ir al pueblo o para hacer un viaje largo echaban mano del taxista. Existía como una tradición del taxi y había familias que tenían su chófer de confianza, al que llamaban para cualquier servicio”, recuerda José Córdoba González, uno de los taxistas históricos que podrían contar la vida del gremio en los últimos cuarenta años.




“La profesión siempre ha sido muy dura porque para llevarse un sueldo a la casa ha habido que echar muchas horas, pero antiguamente teníamos la recompensa que por lo menos una vez al mes te salía un viaje a Madrid o a Barcelona, y con más frecuencia a Granada, lo que te permitía tomarte un respiro y llenar bien la cartera”, asegura.




En aquellos tiempos hacían mucho negocio en la provincia. Las carreteras eran caminos y el transporte público de autobuses no llegaba a diario a todas las poblaciones, por lo que para las urgencias la gente solía echar mano del taxista.




José Córdoba vivió intensamente los primeros años de la Transición, cuando los problemas de delincuencia se multiplicaron y trabajar de noche se  convirtió en una aventura diaria. “Nos dio mucha guerra el conocido como atracador de la botella, un delincuente del pueblo granadino de Guadahortuna que aprovechó un permiso carcelario para no volver y se refugio en la vega y se dedicaba a asaltar taxistas con un trozo de botella”.




José Escobar ha sido un taxista vocacional, de los que disfrutaban trabajando y de los que solían comunicarse con los clientes. Hoy, si usted se sube en un taxi, no es frecuente que el chófer le dé conversación. Lo más normal es que se formen esas lagunas de silencio parecidas a las que se crean en un ascensor cuando dos desconocidos se montan cara a cara y no saben qué decirse ni hacia donde mirar. “Yo era de los que hablaban, de los que intentaban hacer amigos. Recuerdo una vez que subí en el coche a  Manolo Escobar y llamé a la muchacha de la centralita para que hablara con él. Cuando le dije a quién tenía en el coche no se lo creía. Acabamos cantando el ‘Que viva España”.




Por su taxi han pasado además Marife de Triana, Miguel Ríos, Quique Camoiras, Juanito Navarro y hasta el jugador de baloncesto Fernando Romay. “Me  vi negro para que se pudiera poner delante. Tuve que replegar el asiento al límite porque no le cogían las piernas”.




José Córdoba se jubiló y ahora es su hijo Sergio el que mantiene el oficio. También es taxista de raza, de los que un día dijeron “los estudios no son lo mío” y se pusieron a trabajar. La primera vez que se puso al volante del taxi de  su padre fue en un arrebato juvenil. Una tarde se llevó el coche sin que lo vieran y sin permiso, ni licencia alguna, se puso a trabajar por las calles hasta que reunió dos mil pesetas. Cuando llegó a su casa le dijo a su padre: “Quería sacarme un dinerillo para el cine. Toma, mil para tí y mi para mí”.


Desde aquél día no se ha bajado del asiento. Su vida se resume en doce y a veces hasta catorce horas al día trabajando por las calles. “Hacen falta dar muchas carreras para ganar dinero. Los primeros cuarenta euros sabes que son para cubrir los gastos del coche: que si la tasa de autónomo, que si el combustible, el seguro, el taller”, me cuenta.


Sergio empezó en la profesión en los años noventa y disfrutó de los buenos tiempos, cuando atábamos los perros con longaniza, cuando todos queríamos tener un piso nuevo, una casa en el campo y otra en la playa, cuando para ir al Paseo llamábamos a un taxi para que nos recogiera en la puerta de nuestra casa para no cansarnos. “Entonces  si se  ganaba dinero. La crisis de 2007 hizo mucho daño y nos obligó a echar más horas para ganar mucho menos. Desde 2014 se ha notado un ligero repunte, como una breve recuperación”, asegura.


La profesión de taxista requiere mucha paciencia, saber esperar. Cuántas veces pasamos por una parada y vemos una fila de taxis aguardando el milagro de un cliente. Unos leen el periódico, otros forman corros con los colegas para matar el tiempo, y otros se lanzan a la aventura del calle a calle para provocar la suerte. “Lo más duro en nuestro oficio es tirarte dos horas parado, y tienes que estar preparado porque ocurre con frecuencia. Hace treinta años sabías que si no llevabas bien el día te ibas a la vieja estación de autobuses y no tardas diez minutos en empezar a trabajar. Había momentos en los que ibas cargado y te salía un servicio en una acera y le decías al cliente: “En cinco minutos lo recojo”.



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