Cuando reinaban los botijos

Había botijos en los bares, en los talleres, en las obras y hasta en los rodajes de las películas

Siempre había un hombre del agua, el que iba a llenar el botijo a la tienda más cercana, el que procuraba que siempre estuviera lleno.
Siempre había un hombre del agua, el que iba a llenar el botijo a la tienda más cercana, el que procuraba que siempre estuviera lleno.
Eduardo D. Vicente
12:10 • 22 oct. 2016

El botijo formaba parte de nuestro paisaje cotidiano. Era como uno más de la familia y en cada casa había un rincón para el botijo del agua, con su plato que se colocaba debajo para recoger el sudor del barro, con su tapadera hecha primorosamente de ganchillo para que no le entraran mosquitos ni polvo. El botijo fue parte de nuestra infancia cuando todavía no se habían terminado de instalar los frigoríficos en las casas para quedarse para siempre. 




El botijo te aseguraba el agua fresca y reunía ciertos protocolos de higiene siempre que no se pegaran los labios al pitorro.  “Niño, no chupes”, nos decían las madres cuando nos arrimábamos de más al invento. 




Los botijos estaban por todas partes. Si íbamos al taller más cercano a darle viento a las ruedas de la bicicleta aprovechábamos el momento para echar un trago del búcaro, aunque los botijos de los talleres fueran menos atractivos porque llevaban impresos las huellas de las manos que lo tocaban, que siempre estaban manchadas de grasa.
En la feria siempre había un puesto ambulante donde el único negocio que se ofrecía era el de un cantarillo de agua fresca para empinárselo a razón de una peseta el trago. Como los niños de entonces íbamos a la feria a ver y a caminar de un lado a otro, con los bolsillos medio vacíos, cuando nos daba sed recurríamos al remedio más barato, que era el del botijo ambulante. 




Otro escenario donde no faltaba el botijo era en las obras. Si los botijos de los talleres tenían  el color oscuro de la grasa, el de las construcciones siempre llevaba pegada una mano de yeso o la huella del cemento de las manos de los albañiles.  Los botijos de Almería llegaron también al cine. En los años de esplendor de los rodajes siempre había un botijo rondando por los escenarios y siempre había al menos un aguador que se encargaba de que nunca faltara el líquido elemento.




Cuando en los años sesenta rodaban por los desiertos de Tabernas, donde era imposible que accedieran los coches, la única posibilidad de tener agua fresca era mediante neveras o con el clásico botijo. El problema de las neveras de hielo era que el calor no tardaba en derretirlo y en un par de horas el agua parecía caldo. Lo más seguro era el botijo de toda la vida, que sólo necesitaba estar a la sombra para que mantuviera el agua a una temperatura aceptable. Convivimos con los botijos a lo largo de nuestra infancia y nos volvimos a encontrar con ellos en el servicio militar. En cada compañía, al lado de la mesa de entrada, donde estaba el cabo cuartel, siempre había un botijo lleno de agua.




Hubo un tiempo en que los bares se modernizaron tanto que junto al barril de cerveza había otro con agua helada que era un oasis para los niños. Una escena típica de entonces, sobre todo en verano, era la de una bandada de chiquillos que “sudando a mares”, como se decía antes, se amontonaba ante la barra del bar del barrio para saciar su sed a fuerza de vasos de agua. Había momentos en los que los camareros, hartos de tanto gorrón, echaban por la calle de en medio y nada más verlos decían: “No hay agua, se ha roto el grifo”.






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