Navidad en el Asilo de los ancianos

Al comedor del Asilo del Hospital llegaba la fiesta en forma de menús especiales

Eduardo D. Vicente
15:00 • 23 dic. 2016

Por Navidad, las monjas decoraban el comedor de los ancianos e instalaban un humilde belén en una esquina donde se refugiaban los internos soñando con aquellas figuras que les recordaban su niñez. Por Navidad había menú especial y siempre aparecía por el Hospital alguna autoridad importante, a veces el obispo, otras veces el alcalde, que pasaban revista los internos para comprobar que las hermanas velaban por ellos y que no les faltaba la comida, ni los cuidados médicos ni una cama donde dormir todas las noches. 

En aquellas mañanas de invierno, con el primer rayo del día, la hermana Concepción sacaba al patio una jaula plateada con un canario cantor y regaba cuidadosamente las flores del jardín. El patio del Asilo era el lugar donde salían los ancianos a tomar el aire cuando hacía buen tiempo. Allí estiraban las piernas, sesteaban entre los árboles y jugaban con el canario, que revoloteaba alborotado entre los barrotes de su celda. Todo sucedía en el trozo del patio donde calentaba el sol; allí cantaba el canario, allí lo festejaban los ancianos.

Sor Concepción Mateo Ibáñez era el ángel custodio de los internos. Hasta  su muerte, en el verano de 1973, velaba por ellos como un centinela permanente. Su presencia llenaba las salsa y le daba sentido a la vida de muchos de aquellos abuelos a los que ya nadie esperaba fuera. 

El Asilo era su casa y las monjas, las únicas manos a las que podían agarrarse cuando les rozaba la muerte. También tenían el apoyo de don Antonio Franco, el capellán del centro, pero su presencia era menos cercana porque siempre estaba ocupado, dando viajes de un lado a otro, atendiendo a su cargo de delegado de Cáritas. El Asilo ocupaba el ala de levante del Hospital y sus amplias ventanas daban al Parque y se extendían a lo largo de la calle de la Reina. En el piso de arriba estaban las dependencias de las mujeres, y abajo, los dormitorios de los hombres. A los niños, cuando pasábamos por allí camino del Puerto, nos gustaba pararnos delante de la fachada y saludar a los ancianos asomados a las ventanas con sus rostros pálidos y tristes, cautivos de los años y de la enfermedad.

Entre aquellos internos había algunos personajes curiosos que aunque se pasaban el día en el Asilo, también formaban parte de la vida del barrio porque la salud les permitía salir de vez en cuando y tener vida fuera. Recuerdo la figura de don José ‘el curica’, un hombre pequeño y delgado, todo nervio, que refugiado en su demencia, enarbolaba su bandera de viejo republicano y se atrevía a desafiar a Franco cuando éste todavía no había muerto.

“Cuando mandaba Azaña había pan para toda España, y ahora que manda Franco hay colas hasta en los estancos”, gritaba en medio de la calle. El apodo de ‘el curica’ era un invento de las mentes perversas del barrio, de los jóvenes  bromistas que disfrutaban viendo sufrir al bueno de don José. Para irritarlo, sólo había que decirle la frase “tu hermana con equis” que para él era como manifestar que su hermana se había casado con un cura, lo que provocaba las iras del viejecillo, que dando gritos explicaba a la gente que eso no era verdad, que el marido de su hermana había sido minero, y no cura.

Si don José ‘el curica’ marcó una época en el Asilo, los primeros años setenta, hubo un personaje anterior a él que también dejó huella en el Hospital. Le decían Miguelón y su afición era colarse en el depósito de cadáveres, en el conocido popularmente como el cuarto de las papas, y pasarse allí las horas entre los muertos. Sor Dolores Pomares le reñía y lo castigaba, pero el anciano se escapaba de noche y regresaba al lugar del ‘delito’. Miguelón no tenía maldad y le gustaba presumir de su buena cabeza. Se sabía de memoria todo el santoral y el día en caía cada festividad. “El año que viene el uno de mayo cae en viernes”, iba gritando por los pasillos, para que nadie se olvidara de tan importante efemérides.

Miguelón era muy amigo de Papeto, otro personaje curioso, un tipo que había sabido ganarse la confianza de las monjas hasta convertirse en el recadero del Asilo. Con sus ademanes, suavemente amanerados, Papeto se manejaba muy bien haciendo los recados y cumpliendo los encargos de la Superiora. En verano, los niños del barrio nos subíamos por los barrotes para  de las ventanas para ver el interior de los dormitorios del Asilo. Los ancianos descansaban siempre dos horas después del almuerzo; con las ventanas abiertas aguardaban una milagrosa ráfaga de aire fresco, mientras una monja velaba por sus sueños.
 







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