El plan para tirar el palacio del Obispo

En 1886 un grupo de vecinos pidieron al Ayuntamiento el derribo del palacio episcopal

Eduardo del Pino
15:00 • 26 ene. 2017

En las últimas décadas del siglo XIX la Plaza de la Catedral era un espacio de recreo donde la gente salía a pasear, a sentarse bajo las sombras de los árboles, mientras los niños jugaban alrededor de sus jardines perfumados por magnolias. El arbolado ocupaba una parte importante del perímetro de la plaza, y en el centro, formando una glorieta, sus copas llegaban a ser tan frondosas que proyectaban una amplia franja sombría que se convertía en un pequeño refugio en las tardes calurosas de verano. El lugar  estaba rodeado con una verja de hierro y había bancos alrededor de toda la plaza. 

Hasta 1885 la plaza contó con un urinario público, que pasó a ser historia cuando los vecinos se plantaron ante el despacho del alcalde para decirle que no podían aguantar más aquél foco de infección en el que se había convertido el excusado, ya que eran más los que se orinaban fuera que los que respetaban sus límites. En aquel tiempo la Plaza de la Catedral tenía una de las cuatro paradas oficiales de coches de caballos que existían en la ciudad, que podían transitar a sus anchas por un pavimento que todavía era de tierra. 

Para el verano de 1886 se adecentó el suelo de la plaza con motivo de los festejos que se organizaron para la inauguración de dos nuevas campanas, costeadas por el cabildo, que se instalaron en la torre: una, la Purísima Concepción, de diez arrobas de peso, y la otra, San José, de siete arrobas. Tras ser colocadas, la vecindad solicitó que una de ellas sonara de noche puesto que la encargada de hacerlo en aquella época, que era la campana de la Torre de la Vela, llevaba semanas sin avisar de las horas nocturnas al haberse declarado en huelga el campanero en vista de que el Ayuntamiento no le satisfacía sus haberes. 

Los intentos por mejorar el entorno de la Catedral eran constantes en aquella época, aunque casi siempre quedaban en proyectos por la falta de liquidez de las arcas municipales. En la primavera de 1886 se estaban acabando de colocar las aceras de cemento portland en la plaza, pero la opinión pública reclamaba una vieja aspiración: el derribo del vetusto caserón que era entonces el palacio del obispo, un edificio que se venía abajo y que por  la fachada que daba a la calle de Lope de Vega estaba completamente apuntalado. Una de las propuestas vecinales, apoyada por un sector de la prensa local, llegó a solicitar a las autoridades municipales que adquirieran el palacio y que lo echaran abajo para levantar sobre su solar una hermosa glorieta adornada con una fuente de mármol. La idea era prolongar la plaza hasta la antigua calle del Mico (hoy de San Indalecio), a espaldas del palacio.

El prelado, don Santos Zárate, debió tomar buena nota de la crítica, porque pronto se puso manos a la obra para poner en marcha el proyecto de construcción del nuevo Palacio Episcopal. A pesar de sus marcados contrastes, la Plaza de la Catedral de finales del XIX era un escenario acogedor, un lugar lleno de vida como lo era la Puerta de Purchena o el mismo Paseo. Todavía se celebraban por  mayo las llamadas veladas del Corpus, en las que el recinto se transformaba en una fiesta con puestos ambulantes y bailes, y todavía, cuando llegaba el mes de agosto, era el escenario escogido para trasladar los puestos del mercado, que se veían obligados a dejar la Plaza Vieja, que era invadida por la feria.
Los viernes, la Plaza de la Catedral se transformaba en un santuario de la mendicidad debido a que el Obispo, don Santos Zárate, tenía por costumbre el reparto de limosnas entre los más necesitados. La distribución se hacía al mediodía delante de la puerta principal del palacio episcopal. A esa hora eran cientos los mendigos que acudían a la cita para recibir una ración de pan con embutidos y la ropa usada que las monjas de los conventos conseguían reunir a lo largo de la semana.
 







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