Los vecinos del patio de la Rondina

Era un rincón de pescadores y jornaleros que formaba parte de la calle Tejares, en las Almadrabillas

Eduardo D. Vicente
15:00 • 29 mar. 2017

El patio de la Rondina olía a sal y al polvillo del mineral que dejaban los trenes en su camino hacia el embarcadero. El patio estaba formado por un corralón de viviendas que formaba parte de la calle de Tejares, en el corazón del barrio de las Almadrabillas. Para llegar al patio desde la ciudad había que cruzar el último puente de la Rambla y entrar en la calle de Tejares. Allí, medio escondido en un recodo, aparecía aquel claustro humilde y destartalado donde los vecinos convivieron durante décadas como si formaran parte de una misma familia.

A principios del siglo veinte el patio era propiedad de una mujer conocida  como Francisca la Leonarda y estaba compuesto por catorce viviendas. En aquel tiempo el patio de la Rondina, como todo el barrio de las Almadrabillas, era un suburbio que sobrevivía alejado de la ciudad, un lugar donde la pobreza y el abandono reinaban a sus anchas, tanto que cuando las lluvias caían con fuerza sobre Almería, los vecinos de aquella esquina olvidada junto a la Rambla y frente al mar se quedaban aislados en sus viviendas en medio de un lodazal que les impedía andar por la calle.
En 1910, una epidemia de tifus se cebó con el patio con tanta crudeza que la enfermedad tocó en las puertas de todas las familias. Las autoridades sanitarias acordaron entonces su aislamiento, impidiendo que los vecinos se comunicaran con el resto de la ciudad hasta que el contagio no se hubiera erradicado por completo. Todos los días, un carro enviado por el Ayuntamiento y por la Junta de Beneficencia, dejaba casa  por casa los víveres y las medicinas para los afectados que no podían salir.

Aquella manzana estuvo  marcada siempre  por la presencia del mar que le daba la vida a muchas de las familias del patio. Era un barrio de pescadores y de jornaleros, un mundo al margen de la ciudad que sobrevivió hasta que las Almadrabillas empezó su proceso de integración en el casco urbano. 

En los años de la posguerra, el patio seguía manteniendo su alma de refugio, de lugar recóndito, de poblado de las afueras donde la vida llevaba el paso cambiado. En 1940 el patio estaba habitado por setenta vecinos, la mayoría gente de la mar cuyas raíces se hundían en la historia más remota del barrio. Habitaban casas humildes que no contaban con más habitaciones que una pequeña entrada, dos dormitorios, un cocina y un patio donde estaba también el retrete.
Allí vivía la familia Berenguer Morillas de sangre jornalera; Aurelio López que trabajaba de electricista; Joaquín Sánchez Andújar que se ganaba el pan con los carros; los Moles, pescadores de toda la vida que tenían las barcas sobre la arena de la playa bajo el cable; los Ureña Moya; el pescador José Hernández Calvo con su mujer Isabel Moya y sus cinco hijos; los Cara Calvo que formaban también una familia numerosa; los Ayala Gil, famosos en todo el barrio porque se convirtieron en los heladeros más conocidos de la ciudad, fundadores de la empresa ‘La Cubana’; eran vecinos de Urbano Ibáñez León, de Juan Soriano Díaz y Francisco Díaz Ferrero, ferroviarios de profesión. 

Isabel Hernández Moya, nacida y criada en el patio de la Rondina, recuerda aquellos años difíciles de la posguerra en los que las gentes del corralón lo compartían todo, cuando la comida era escasa, cuando las puertas estaban siempre abiertas, cuando no había secretos entre los vecinos y el patio era como un gran útero materno en el que siempre era posible encontrar consuelo. De aquel tiempo cuenta  que no tenían agua en las casas y que tenían que ir a cogerla al caño que había junto al puente de las Almadrabillas, a la orilla de la Rambla. Una de las imágenes que lleva grabada  en su memoria es la de todas aquellas mujeres del barrio cuando iban a lavar  la ropa al cauce que corría por la Rambla después de un día de lluvia. Era un territorio común para los vecinos, como también lo fue la tienda de Pilar, la panadería de Borbalán, la fábrica de sacos, el estanco de Carmela y el bar Martínez, puntos de referencia para las gentes de las Almadrabillas. 

Isabel Hernández, que siendo adolescente entró a trabajar en la casa de don Antonio Oliveros, dueño de los talleres, recuerda también que desde el patio de su vivienda se podía ver el interior de la fundición de Oliveros, con su universo de obreros, máquinas y vagones. 

El patio de la Rondina pasó a la historia en los años cincuenta, cuando la fábrica de Oliveros necesitó todos aquellos terrenos que lindaban con sus muros para seguir creciendo. La ampliación de los talleres se llevó por delante el patio y la popular calle de Tejares, que en otro tiempo había sido una de las principales del barrio de las Almadrabillas. 
Los vecinos del patio de la Rondina se vieron obligados a abandonar sus casas, muchos después de haber pasado allí toda su vida, teniendo que afrontar un duro exilio al tener que dejar atrás todos sus recuerdos. Muchos de sus moradores acabaron asentándose en el humilde barrio de las Casitas de Papel, cuyas viviendas fueron bendecidas en marzo de 1950, al norte del Camino de los Depósitos. 







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