La llegada de los helados industriales

En 1955 la firma `Ilsa Frigo` trajo a Almería los bombones, las tartas heladas y el yogur

Eduardo D. Vicente
20:00 • 20 abr. 2017

Abril siempre ha sido la antesala del verano en Almería. La Semana Santa en abril era un ensayo del calor y todos los años, para el Domingo de Ramos, era costumbre recuperar la ropa de manga corta que había pasado el invierno en el armario. Era también el momento de echarse a la calle a festejar el milagro de la primavera y de probar los primeros helados que los vendedores ambulantes pregonaban por las calles a bordo de aquellos carrillos de madera con los que recorrían la ciudad de una punta a otra.


El heladero era un personaje fantástico, casi un mito para los niños de entonces. Lo veíamos aparecer con su chaqueta blanca y su gorro inmaculado, metiendo el brazo hasta el codo en aquellas vasijas mágicas donde guardaba el preciado tesoro envuelto en una nube de humo frío. Era todo un ritual ver como iba sacando con la cuchara las bolas de helado que después depositaba  con habilidad sobre el cucurucho. Todo se alborotaba cuando aparecía el carrillo de los helados en un tiempo en el que comerse un polo era un acontecimiento, un hecho extraordinario para muchos niños que sólo podían permitirse ese lujo de vez en cuando.


En Almería teníamos una industria familiar de helados, de pequeñas factorías de barrio donde trabajaban desde los abuelos hasta los nietos. Las más conocidas y las que llegaron a hacerse más populares por los años que estuvieron en el mercado, fueron la fábrica de Adolfo Hernández y la empresa de la familia Ayala. Adolfo había empezado desde abajo, vendiendo frutos secos y garbanzos en un portal de la calle de las Tiendas en los inviernos de la posguerra, antes de dedicarse exclusivamente a los helados. Durante mucho tiempo su puesto ambulante fue un referente frente a la puerta del Instituto en la calle de Javier Sanz. Su marca fue creciendo y en 1958 dio el gran paso al establecerse en el número seis de la calle de Mariana, que en aquella época era una de las vías principales del casco histórico. La heladería de Adolfo se inauguró el viernes dos de mayo de 1958 y en los primeros días de apertura fue tanta la expectación en el barrio que ese fin de semana se llegaron a formar colas delante del mostrador.




Tan ligada a la vida de los almerienses como la marca de Adolfo estuvo la firma de helados ‘La Cubana’, que los hermanos Juan y José Ayala empezaron a popularizar en los años cincuenta. Los helados de La Cubana no tardaron en darse a conocer en toda la ciudad y también en la provincia, ya que venían de los pueblos a llevarse los helados en tanques para después venderlos en cada localidad. Los carrillos ambulantes salían antes del mediodía para llevar la mercancía por todos los barrios. Además, la heladería contaba con un mostrador que no cesaba de vender en todo el verano, aprovechando el tirón de la calle de Murcia, lugar de paso de todos los que venían del Barrio Alto y del badén de la Rambla.


A las heladerías familiares que reinaban entonces en la ciudad les salió una competencia inesperada cuando en el verano de 1955 llegaron a Almería los helados industriales de la casa Ilsa Frigo de Madrid. Tenían otra forma de entender el negocio y pusieron en el mercado una extensa variedad de productos que iban desde los cortes y los bombones helados de chocolate hasta las tartas familiares de varios sabores. Ilsa Frigo empezó introduciéndose a través de los principales establecimientos hosteleros como el bar Imperial, la Granja, el Tívoli o el balneario de San Miguel, hasta convertirse en la marca de referencia en los últimos años de la década, cuando empezó a montar vistosos kioscos en lugares estratégicos del centro, como el Paseo y la Puerta de Purchena.  Los humildes polos de peseta hechos en las factorías de Almería tenían que batallar ahora con los sofisticados helados que ofrecía la nueva marca venida de Madrid. 




Otra novedad que trajo Ilsa Frigo fue la de los yogur entendidos como postre. Hasta entonces, un yogur era un producto exótico que había aparecido en Almería unos años antes más como medicamento que como alimento. Lo recomendaban los médicos y había que comprarlo en las lecherías. 





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