El gallinero que se ponía en el ‘terrao’

Las azoteas eran el alivio de las casas, un escenario mágico donde las normas se relajaban

Eduardo D. Vicente
20:00 • 21 abr. 2017

El ‘terrao’ era un buen lugar para sentirse libre. Gozaba de esa permisividad de los territorios neutrales, a medio camino entre la rigidez de la casa y la libertad de la calle. El ‘terrao’ formó parte de nuestra infancia como un aliado de nuestros momentos de soledad, cuando hastiados de la tarea subíamos allí arriba a terminar de hacer las multiplicaciones o simplemente a mirar la vida desde su atalaya. Desde el ‘terrao’ la ciudad adquiría otra dimensión donde destacaban las torres de las iglesias y las murallas del Cerro de San Cristóbal y la Alcazaba. 


Almería era entonces una ciudad de ‘terraos’, de casas sin altura y callejas estrechas, una ciudad donde la vida tenía sus propios sonidos antes de que se impusiera el estruendo de los coches. Desde los ‘terraos’ el mar nos rozaba de cerca y los ruidos de la calle llegaban amortiguados. El ‘terrao’ tenía sus propios sonidos: el sonido de las coplas que cantaban nuestras madres mientras lavaban la ropa en la pila del patio o cuando subían a la azotea a tenderla; el sonido del canto de los gallos que en aquel tiempo convivían en las casas como si fueran una parte de la familia.


Los ‘terraos’ eran el alivio de las viviendas, un escenario mágico donde las normas se relajaban, un territorio en el que se respiraba una atmósfera rural y donde uno podía encontrarse  con un batallón de gallinas o con media docena de conejos. Veníamos de la supervivencia y de la austeridad como formas de entender la vida y en ese contexto un ‘terrao’ podía llegar a convertirse en la prolongación de la despensa. Si en la alacena del comedor nuestras madres guardaban la comida, en las cajoneras de los ‘terraos’ se criaban los animales que nos servirían después de alimento. Era raro encontrar un ‘terrao’ donde no hubiera un gallinero, uno de aquellos corrales en miniatura que nuestros padres construían con cuatro tablas viejas y una red de alambre. A los niños de entonces nos gustaba subir a la azotea para echarles los desperdicios del almuerzo a las gallinas, o para colocar los manojos de alfalfa en la entrada de las conejeras. Por mi calle pasaba varias veces a la semana un vendedor ambulante con un carro cargado de alfalfa y el basurero que por unos duros más subía al ‘terrao’ a limpiar el gallinero.




Las gallinas nos daban huevos a diario y cuando en la casa había alguien enfermo o convaleciente de una gripe, era costumbre sacrificar una gallina para hacer uno de aquellos caldos milagrosos que resucitaban a un muerto. En algunas casas había familias que criaban marranos, habilitando una habitación vacía del ‘terrao’ o en el patio interior si había hueco. Los marranos se criaban para sacrificarlos por diciembre, cuando se llamaba al matarife de guardia. 


Un día, el gallinero, como el cajón de los conejos, se quedaba vacío. Los tiempos iban cambiando, la gente iba progresando y las familias ya no tenían la necesidad de criar animales en las azoteas. Cuando llegaba ese día los antiguos gallineros de tablas y alambre se quedaban aparcados en el ‘terrao’, como un decorado inservible que los niños utilizaban para jugar.  




El ‘terrao’ era para los niños mucho más que un gallinero. Allí estaba el cuarto donde  se  guardaban los trastos que iban sobrando dentro de las casas. Aquellas buhardillas podían contar la historia de varias generaciones de la familia y uno podía encontrarse, ocultos en una estantería o en el vientre de un baúl, los objetos que se habían quedado colgados en el tiempo, como un almanaque de veinte años atrás, o el sombrero que utilizaba el abuelo cuando era joven. 


Al ‘terrao’ subíamos en las noches de verano a cazar murciélagos con una caña larga y un trapo negro, y en agosto a contemplar los fuegos artificiales que el primer sábado de feria se quemaban en el Cerro de San Cristóbal. Al ‘terrao’ íbamos a gozar de la libertad de las alturas, cuando era fácil atravesar una manzana de calles saltando muros por las azoteas, y a disfrutar a escondidas de la vida de los vecinos que nosotros intuíamos a través de las chimeneas. 





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