La escuela de Seises y la imprenta

La plaza tuvo una escuela, la de Seises, convertida en colegio público en los años sesenta

Eduardo D. Vicente
20:00 • 25 abr. 2017

Los que jugamos de niños en aquella plaza, descubrimos en ella un poso de ternura y melancolía característico de los lugares venidos a menos. Quizá por eso no fue nunca un rincón para los niños y sí un escenario propicio para los enamorados y los poetas. Para nosotros, la Plaza de los Olmos empezaba en el patio de los Seises y en su grifo de agua. Se podía llegar a través de la sacristía del templo, pero el acceso más directo era por la puerta lateral que daba a la calle del Cubo y a la Plaza de los Olmos. En aquel patio el famoso grifo donde los niños, cuando acabábamos de jugar en las tardes de verano, nos metíamos para quitarnos la tierra, el sudor y la sed. Allí estaba también, lo que quedó del viejo colegio de Seises dirigido por la Iglesia, donde los niños recibían clases de solfeo, de canto y aprendían a tocar instrumentos. 


La escuela, que estuvo cerrada en los años de la guerra, volvió a abrir sus puertas a finales de los años cuarenta, cuando el Obispo Alfonso Ródenas García encargó al canónigo Dionisio Pérez Abellán, la labor de volver a ponerla en marcha. Aunque la institución no llegó a funcionar como en los primeros años después de su fundación, el coro de los Seises volvió a cantar en los años cincuenta, dirigido por el maestro de Capilla, don Vicente Martínez Martínez. En Nochebuena, su actuación era un gran acontecimiento y el aforo de La Catedral se quedaba pequeño para admirar sus interpretaciones de villancicos y motetes, acompañados de músicos tan prestigiosos como Emilio y Paulino Laseduarte, José Barco, Juan Salazar, Francisco Cruz Oña y Gaspar Cirre. 


En los años sesenta aquellos niños cantores, de voz angelical, vestidos con sotana roja y sobrepelliz blanco con alitas, pasaron a ser historia. El aula de los Seises se transformó en una unidad de la escuela Diego Ventaja, y allí nadie volvió a cantar nunca más salvo en el mes de mayo, el de las flores a María.




Todo el que bajaba entonces por la calle del Cubo, escuchaba a lo lejos el incesante latido de la máquina impresora de la imprenta Bretones, que durante años fue el negocio de referencia de la plaza. A todas horas estaba funcionando, día y noche, como si dentro de aquella habitación no hubiera tiempo para el descanso. En los años de esplendor, Pepe Bretones llegó a tener hasta ocho empleados trabajando en la imprenta. La imprenta de Pepe Bretones fue un lugar de  reunión de vecinos y amigos. Si el cartero no encontraba una dirección, sabía con certeza que Pepe el impresor le resolvería el problema. Si había que dejar las llaves de una casa para que vinieran a buscarlas, el lugar elegido siempre era la imprenta de Pepe. Si era necesario hacer una llamada urgente, cuando en la mayoría de las casas las familias no tenían todavía teléfono, allí estaba siempre Pepe, dispuesto a hacer un favor.  


Siempre había alguien con ganas de conversación, que se paraba unos minutos a ver al impresor. Por el taller pasaron muchos de aquellos jóvenes que a finales de los años setenta iniciaron la revolución cofradiera para darle vida a la entonces moribunda Semana Santa de Almería. Uno de los parroquianos que todas las tardes pasaba por allí y tenía por costumbre echar un rato de charla antes de dar Misa, era Juan López Martín, canónigo-archivero de La Catedral, que no dudaba en repetir la frase; “Pepe es mi confesor”.




La Plaza de los Olmos contaba en aquel tiempo con una pensión que llevaba el nombre del lugar, instalada en una hermosa vivienda de dos plantas que llegaba hasta la esquina que doblaba hacia la Plaza de Masnou. La pensión los Olmos tenía la categoría de una estrella y era una casa de huéspedes por la que pasaba una parte de la vida que generaba el puerto. Fue muy nombrada la sueca del hostal, una joven periodista llamada Millquist Gunilla, que llegó a Almería en septiembre de 1967 para aprender el idioma y se alojó en la fonda. Los muchachos de la época se citaban en los bancos de la plazuela para ver entrar y salir a aquella joven rubia y espigada que era todo un acontecimiento en un tiempo donde los turistas estaban empezando a llegar. 


Entre el hostal y la imprenta de Bretones existió una espléndida casa de dos plantas, con dos puertas y cuatro ventanas enrejadas, que desapareció en el año 1963, cuando fue demolida para construir un edificio de doce plantas.





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