¡Qué bonito es un entierro!

Ese poso de siglos. Esa pesadumbre fúnebre de sacristía y responso. Ese llevarás luto por mí. Y, de pronto, la ocurrencia de montar un entierro al tren que esperamos desde que los almerienses vestían con las galas de época que lucían la otra tarde los performistas convocados por la mesa del tren bruselense. Qué bonito es un entierro. Con su cajita de pino y su muertecito dentro. Y no seré yo, Dios me libre, el que defienda que el tren de Almería es otra cosa distinta a una birria, un bochorno y una afrenta. Que cada cual aguante aquí su vela, y en esto toca señalar –ustedes me perdonarán- a los gobiernos del PSOE, a los del PP y hasta a la Junta de Andalucía, que también tiene competencias en la materia, aunque curiosamente el foco y la indicación de la culpa tan sólo se centra aquí en un objetivo. Como suele pasar. Pero eso ahora es lo de menos. Lo que quiero compartir con ustedes es mi curiosidad por conocer las razones que han impedido, o quizás desaconsejado, la formación de cortejos similares para escenografiar la pena, el dolor y el olvido por otras importantes promesas que duermen en Almería el injusto sueño del desprecio. ¿Cómo es que no ha habido servicios fúnebres por el alma de la obra –ahora en carne viva- del edificio del Ayuntamiento, cuya remodelación anunció la Junta de Andalucía en el año 2000? Qué bonito es un entierro, con sus caballitos blancos y sus caballitos negros. ¿Hubo alguna vez plañideras o cocheros escenificando su dolor en el solar de ese materno infantil en el que durante años, como en el caminito verde, tan sólo crecía la hierba? ¿Dónde está la esquela por la herrumbre olvidada del cargadero de mineral que fue coetáneo del llorado tren? ¿Dejó viuda o deudos llorosos el proyecto sucumbido de la Facultad de Medicina que nos anunció la Junta como una de las mayores muestras de su aprecio por Almería? Está visto que sigue habiendo muertos de primera y muertos de segunda. En fin. Se diga lo que se diga… ¡qué bonito es un entierro!