Tiempos difíciles para las papelerías

La papelería `Estrisa` resiste el temporal en el corazón de la calle de Pedro Jover. La competencia primero de las grandes superficies comerciales y ahora de los chinos h

María Isabel  Martínez Ibáñez regenta desde hace treinta años la papelería ‘Estrisa’, en la calle de Pedro Jover
María Isabel Martínez Ibáñez regenta desde hace treinta años la papelería ‘Estrisa’, en la calle de Pedro Jover
Eduardo D. Vicente
14:23 • 23 sept. 2017

Hubo una época en la que las papelerías eran negocios seguros. Había una papelería en cada manzana y los niños las venerábamos con el mismo entusiasmo con el que nos poníamos delante del escaparate de  una tienda de juguetes. Las papelerías estaban a medio camino, entre el ocio y la obligación. Allí se compraban las libretas de sumas y multiplicaciones que tanto aborrecíamos en la escuela, pero también encontrábamos aquellas espléndidas cajas de colores de la marca Alpino, los estuches de rotuladores Carioca, las cartulinas de colores de los trabajos manuales y las barajas de cartas infantiles con las que soñábamos detrás del cristal.




A veces entrábamos en la papelería de nuestro barrio sin necesidad de comprar, sólo por el placer de disfrutar de aquella mezcla de olores donde el pegamento, la madera de los lápices, el aroma de las gomas de borrar y el perfume de los libros nuevos creaban un ambiente mágico lleno de sensaciones. Las papelerías eran entonces un buen negocio porque no tenían la competencia de otros establecimientos y también porque hace cuarenta años había más niños en las calles y en las casas abundaban las familias numerosas con niños en edad escolar. No sobraba para excesos, pero el material escolar era obligatorio en las  casas aunque esa semana no quedara dinero para el cine del domingo. 




Las papelerías fueron desapareciendo y las que han conseguido sobrevivir han tenido que reinventarse. “Ya no podemos mantenernos vendiendo artículos exclusivos de papelería”, me cuenta María Isabel Martínez Ibáñez. Es la propietaria de la papelería ‘Estrisa’, una superviviente que lleva treinta años manteniendo su negocio en el corazón de la calle de Pedro Jover, entre el Hospital Provincial y el Cuartel de la Misericordia.




“Ahora tenemos papelería, librería, prensa, hacemos fotocopias, vendemos mochilas, artículos de regalo, recargamos los teléfonos móviles y hasta he tenido que poner un punto de recepción para artículos de Amazón y el Corte Inglés que se venden por Internet”, explica la dueña.




Si hace treinta años había que ir a una  papelería si querías comprarte un lápiz o una goma, ahora la competencia ha estirado la oferta. Primero llegaron las grandes superficies comerciales, con la marca Pryca poniendo en jaque a cientos de pequeños negocios familiares y en los últimos tiempos se han sumado los bazares chinos, que se multiplican por los barrios, y donde se puede encontrar de todo. “Los chinos nos han hecho mucho daño porque la gente se cree que de verdad venden más barato, pero no tienen en cuenta la calidad del producto que están comprando”, subraya María Isabel Martínez.




En septiembre el negocio repunta por la vuelta al colegio, el material escolar, los libros de texto, pero ya no se vende como antes. También en Navidad se mejoran las ventas con los regalos que expone en sus vitrinas y con los libros, que compensan los meses de sequía comercial. “En general, las ventas han bajado mucho a lo largo del año. Se ha producido un descenso muy importante en los periódicos, antes llegaba un domingo y a las once de la mañana no te quedaba ya prensa del día, y ahora cuesta poder vender la mitad”.




María Isabel Martínez Ibáñez sigue en pie detrás del mostrador, apurando los últimos meses que le quedan para la jubilación. Cuando se retire se quedara su hija, si el negocio lo permite. Atrás se queda una vida llena de trabajo: fue vendedora de pescado, churrera, trabajó de dependienta en la confitería La Victoria del Paseo, y fue niña de Simago en los años setenta. Su afición por el trabajo le viene de familia. Su madre la enseñó a buscarse la vida desde niña, cuando tenían una churrería en el barrio de las Almadrabillas, un negocio familiar que todas las mañanas, antes de que el sol asomara, ya perfumaba el barrio con el aroma denso del aceite hirviendo y la harina. Era un espectáculo para los sentidos asistir a aquella ceremonia mañanera en la que Isabel Ibáñez iniciaba el ritual de los churros en la misma acera de la calle. Algunos de los clientes habituales solían decirle: “Isabel, este olor le levanta el ánimo a cualquiera”. Y no era exagerado. El aroma de los churros era el perfume de las mañanas del barrio de las Almadrabillas como antes lo había sido el del óxido de los hierros de Oliveros y el  de la gasolinera.




La churrería, que empezó a funcionar en el invierno de 1958, fue la escuela y la universidad de la librera de la calle de Pedro Jover. Allí se enseño a trabajar, allí se acostumbró al contacto diario con el público y adquirió una habilidad especial para convencer al cliente más duro de que los libros que ella vende, de que sus lápices de colores, son los mejores del mundo.
 



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