Los caballos que morían en la arena

Hasta una docena solían caer destripados cada tarde de feria en el Coso de Vilches tras la suerte de varas hasta que Primo de Rivera decretó la obligación del peto en 1928

La Plaza de Toros de Almería en la tarde del 27 de agosto de 1927 en la que salió al ruedo el último caballo sin peto.
La Plaza de Toros de Almería en la tarde del 27 de agosto de 1927 en la que salió al ruedo el último caballo sin peto.
Manuel León
20:51 • 21 oct. 2017

¡Más jacos, más jacos ! bramaban desde los tendidos del Coso de Vilches -y antes desde el de Belén-  aficionados ávidos de espectáculo,  como en un circo romano, mientras al empresario de la Plaza no le salían las cuentas con tanto caballo desangrado en el albero.




Los jamelgos y picadores  protagonistas de la suerte de varas carecieron hasta bien entrado el siglo XX de protección y cuando la cabeza del morlaco apretaba en el costado del caballo, mientras el  del castoreño lo lanceaba, era muy frecuente que los cuernos del astado perforaran las tripas del equino hasta derribarlo y darle muerte.




El ruedo de Almería, como el de las demás plazas de España, se cubría entonces de caballos agonizantes, despanzurrados en la arena en medio de un charco de sangre. La bravura de los toros se medía pues por el número de caballos muertos en la suerte de varas.




El récord de caballos malogrados y varilargueros derribados de su silla ocurrió en la Almería taurina en la corrida de feria de 1881, en la antigua placita de toros, cuando seis toros bravos, sobre todo uno llamado Tesorero, cornearon mortalmente a 21 pencos e hirieron a otros ocho. La plaza se quedó entonces sin un solo equino y como aún no había finalizado la lidia, con los tendidos a reventar, los monosabios tuvieron que correr a buscar cocheros y ofrecerles una bolsa de reales  por cada caballo.




La media en esos años estaba en diez corceles muertos por festejo y en las plazas de primera -no era el caso de Almería- el reglamento de 1868 obligaba el empresario a disponer de 40 animales de reserva en la cuadra.




El aventurero italiano Garzolini, que luego dejó semilla en Almería, describe en su ‘Ricordi di Spagna’  el ambiente festivo de la Plaza de Almería en 1876 y cómo los toros malherían a un caballo tras otro y cuando se acababan, el público arrojaba botellas y bastones a la arena insultando al empresario y al picador.




Tal era el escarnio que en el Café Suizo se sacaba todos los años a subasta el servicio de arrastre de caballos y toros muertos y la cola de los equinos se vendía a los traperos. Sin embargo, la sensibilidad del público fue cambiado con la llegada del siglo XX y muchos aficionados ya veían desagradable la muerte inútil de tanto caballo en los ruedos.




Apretaban ya en los años 20 las incipientes sociedades protectoras de animales hasta que en 1926 el General Primo de Rivera ordenó se empezarán a hacer pruebas con parapetos en los caballos y se sacara a concurso su diseño.


Cuentan que el detonante fue una corrida en Aranjuez cuando el Dictador, que estaba en barrera acompañado de una distinguida dama extranjera,  recibió una salpicadura en pleno rostro con las entrañas de un escuálido caballo que estaba siendo  hecho picadillo por el toro. El Ministro de la Gobernación Martínez Anido publicó el 14 de febrero de 1928 la Real Orden que declaraba obligatorio el uso de petos defensivos en los caballos en plazas de Primera. La Orden se hizo obligatoria para todo tipo de plazas a partir del 21 de junio de 1928. También se eliminaron las banderillas de fuego.


Entre la afición taurina almeriense de la época no hubo demasiados reproches por esta medida gubernativa -más allá de algunas chanzas del cronista Caireles (Ulpiano Díaz) pero sí en plazas norteñas como la de Bilbao que tardaron en aceptar la Orden  argumentando que la mejor defensa del caballo era el brazo firme del picador, “sin tener que convertir a la jaca en un caballo de troya”.


El último toro que se lidió en Almería en una corrida con caballos sin peto fue  Corredor, de la ganadería de Alipio Pérez-Tabernero, que dio muerte a tres caballos y terminó  estoqueado por  Marcial Lalanda el 27 de agosto de 1927, sonando la banda de trompetas de Orán. Compartió tarde Lalanda  con el diestro local Julio Gómez Relampaguito y con Chicuelo.


La tarde antes, habían toreado Antonio Márquez -que se retiró para casarse con la tonadillera Concha Piquer- Martín Agüero y el gitano Cagancho, que se había convertido en el nuevo fenómeno de masas. En esos años, solía complementar el cartel de Feria la cuadrilla cómica de Llapisera y el Guardia Torero.


Eran ferias -el fútbol estaba aún en el paleolítico- en las que Almería respiraba afición a los toros y a la ciudad llegaba desde la ciudad de Los Cármenes el Tren Botijo cargado de granadinos y el Vapor Botijo fletado desde Orán con emigrantes almerienses que pagaban 14 pesetas por localidad.


Los comerciantes colaboraban con su propio pecunio con la Comisión Organizadora  presididaa por el concejal García Briet para poder traer a matadores de tronío que cobraban hasta 4.000 pesetas cada tarde. Tomaban abono de palco de forma fija las familias de Federico Fischer, Juan Terriza, Francisco Jover, Luis Ronco, Manuel Berjón, Manuel González Tamarit, Antonio González Egea, Pío Abdón, Guillermo Verdejo, Miguel Vidal o Walter Mac Lellan.


La primera corrida ya con peto en Almería tuvo lugar el 24 de agosto de 1928 con ocho toros de Peñalver para los diestros Rayito, Félix Rodríguez, Cagancho y Gitanillo de triana. La suerte de varas había cambiado y la lídia  ya nunca volvería a ser igual. 



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