Pasado y presente de una olvidada periferia

Un intrincado enclave a las afueras del que pocos osan hablar y cuya atmósfera entretejida por las malas noticias no revoca, sin embargo, la cotidianeidad de la vida

La avenida Antonio Mairena.
La avenida Antonio Mairena.
Cristina Da Silva
22:27 • 14 ene. 2018

“La vida en el barrio es buena; no hay mala convivencia. Los marroquíes, los castellanos y los gitanos nos llevamos bien. El problema lo causan las bandas que rondan por aquí de noche, que son las que venden droga. Y eso es algo que no le hace bien al Puche”, comienza diciendo María Jesús. 




“Son los que nos dan una mala imagen”, secunda Nadia. Ambas son buenas amigas desde hace bastantes años; casi tantos como los que llevan en el vecindario: toda una vida.




La enseñanza
“Este colegio era muy bonico. Aquí hemos estudiado todos. Han ido cambiando algunas cosas, pero no está mal”, describe María Jesús a las puertas del CEIP Josefina Baró.




María Martínez, ‘Mari’, lleva más de 40 años en este centro educativo que actualmente dirige. “Los he visto a todos crecer”, afirma.




“El alumnado ha cambiado. Cuando llegué, los niños que venían eran normalmente payos o gitanos. Hoy, la gran mayoría (en torno al 90%) es de origen marroquí. De hecho, en algunas clases sólo la maestra es española. Recuerdo que inscribimos a la primera niña procedente de Marruecos en el año 91; nunca se me olvidará”, agrega María.




Tal circunstancia justifica los letreros redactados en español y en árabe que pueblan el Josefina Baró.




Evolución
“Se ha reducido muchísimo el absentismo. Antes era elevado, pero ahora, salvo algunos casos aislados, apenas hay”, prosigue la directora del colegio.




En la pared de su despacho, junto a diversas cartas y fotografías de antiguos alumnos, sobresale un recorte de periódico relativo a la participación de algunos de ellos en un concurso de dibujo sobre las vacunas. María lo muestra orgullosa mientras habla.


Junto con los colegios, las guarderías y el centro de salud “son de las cosas más bonitas que tenemos”. No obstante, el abandono que ha sufrido el barrio se ha intensificado en la ultima década. “Nunca lo he visto tan sucio como ahora”, lamenta María.


Carencias
“Quitaron los bancos y las fuentes que había y, a raíz de eso, ¿qué nos queda en las plazoletas? Coches y basura”, comenta María Jesús. Tanto ella como Nadia y María aseguran que faltan un buen servicio de limpieza y de transporte. Y, realmente, un simple vistazo al entorno basta para comprobarlo.


“Los barrenderos no entran a estas calles. Los autobuses también dejaron de hacerlo porque les tiraban piedras”, indica María.


“Es cierto que, por la noche, el ambiente empeora. Pero los autocares podrían funcionar, al menos, hasta las 3 de la tarde”, argumenta. La escasa iluminación de las calles tampoco ayuda. “El barrio se está quedando cada vez más marginado, más aislado”.


“Ahora a la gente le da miedo venir a ciertas horas y yo lo entiendo”, apunta Nadia.


“Si no fuera por los colegios, este barrio se habría echado totalmente a perder”, continúa María. “La educación es fundamental en eso. En el colegio insistimos en el civismo, para que los niños aprendan que tirar piedras está mal”.


“Ellos me necesitan y la verdad es que yo también los necesito a ellos”, añade.


Poco a poco
“El único modo de avanzar es ir consiguiendo pequeñas cosas, poco a poco. Y para eso es preciso que alguien se mueva y luche por el barrio”, promueve María.


“Quisiera que futuras generaciones vean El Puche como yo lo vi de pequeña: más limpio y con espacios para jugar. Y vendría bien tener zonas verdes”, sostiene María Jesús.


“Antes nos quedábamos hasta las tantas en las plazoletas, hablando, pasando el rato... Mi madre se sacaba una silla la puerta y se sentaba ahí con las vecinas. Esto era una familia grande”, relata.


“Se hacían actividades, juegos... Lo pasábamos bien”. Recuerda de nuevo a su madre al hablar sobre el concurso de comidas que organizaba la asociación de mujeres del vecindario: “Una vez lo ganó y se llevó el primer premio. Otra vecina, Antonia, se llevó el segundo y Loli, la alcaldesa del barrio, el tercero”.


“No había un pasacalles o un carnaval que mi madre se perdiera. Se intentaba que en El Puche hubiera lo mismo que en otras zonas”, continúa contando María Jesús.


Cuando Nadia bajaba a su casa, dejaba la puerta abierta. “Era lo normal. Aquí vivía gente buena. Ahora ya no es lo mismo”, analiza.


Mejoras
“En esa época aún existía la policía de barrio. Eso era algo bueno. Debería volver”, señala María. “Y se debió, en gran parte, a Fernando Matínez, que  hizo mucho por que arreglasen esta zona”, especifica María Jesús.


“Sí, es mi cuñado”, detalla María. “Cuando llegó se produjo como un boom. Además de la policía de barrio, consiguió que las calles estuvieran más limpias y que hubiera los pasacalles y el carnaval”.


“Y, además, logró que viniera alguna vez la orquesta a tocar durante las fiestas del vecindario, que ya dejaron de celebrarse”, confirma.


“Aquí hay gente honrada y trabajadora: gente normal. ¿Que también hay liantes? Pues sí, los hay; pero no todos son así”, puntualiza Nadia, al tiempo que María Jesús y María asienten a sus palabras.


No muy lejos del colegio, se oye música de fondo. Proviene de una de las casas desahuciadas en los últimos meses, periodo en el que los vecinos se han unido para intentar frenar los lanzamientos.


Celebración
Se trata del domicilio de Suad, quien por el momento ha podido regresar a casa con su familia. En dicha alegría encuentran su causa las melodías creadas con instrumentos improvisados, como las cacerolas y sartenes contra las que percuten variados utensilios de cocina.


Desde el exterior, no se percibe con claridad lo que ocurre dentro. En el interior, una habitación alfombrada acaba de convertirse en una concurrida sala de fiestas, con un ambiente harto desenfadado.


Se oyen bromas y risas que acompañan a los bailes enclavados en un círculo formado únicamente por mujeres, pues el paso ha quedado vetado a los hombres.


Los movimientos de cadera se desenvuelven con soltura entre pañuelos de monedas centelleantes que cambian de dueña con cada canción.


Al mismo tiempo y de cuando en cuando, se oyen aullidos que bien podrían simular gritos de guerra. Sienten que han ganado la batalla y por eso lo celebran como si del fin de una contienda se tratara.


Abuelas, madres e hijas danzan al ritmo de cánticos árabes curiosamente mezclados con quejíos flamencos, mientras un aroma a cuscús comienza a invadir la sala. Se acerca la hora de comer y hoy todo el barrio está invitado. 



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