La amarga historia del Café Viena

En uno de sus veladores emborronó cuartillas Gerald Brenan y sus exquisitos fogones agasajaron al eminente doctor Marañón

Antonio  Soler Lidueña, de pie el segundo por la izquierda, primer propietario del Viena, en un banquete. Col. Victoria Cuenca.
Antonio Soler Lidueña, de pie el segundo por la izquierda, primer propietario del Viena, en un banquete. Col. Victoria Cuenca.
Manuel León
23:54 • 20 ene. 2018

Cada mañana, antes de que despuntara el sol por Bayyana, los camareros ya estaban con su terno blanco  cargando la cafetera de legítimo moka y sacándole brillo a las tazas, mientras de la calle llegaba el rumor de la briega de los carros y las voces agónicas de los vendedores ambulantes.




El encargado del establecimiento había ido al  mercado a por el azúcar y la leche del día y el mozo recadero se aprestaba a preparar la comanda en un cesto de mimbre para los clientes  de desayunos a domicilio. Por los ventanales que daban al Paseo del Príncipe empezaba a clarear el día inundado de haces de luz almeriense los veladores de madera y las repisas donde  se apilaban las botellas de licor.




Era la Cafetería Viena, que había franqueado sus puertas un día cualquiera de 1927,  y que,  con el tiempo, su nombre y su leyenda impregnarían para siempre la memoria colectiva de esta ciudad.




Se mantuvo abierta unos veinte años, junto al Banco Español de Crédito, en los bajos del clasicista edificio de Los Rodríguez diseñado por Trino  Cuartara, haciendo esquina con la calle Ricardos (donde hoy está Máximo Dutti), atravesando el parnaso de la monarquía de Alfonso XIII, el Directorio de Primo de Rivera, la República, la Guerra y la Postguerra, hasta su cierre definitivo a finales de los 40.




El Café Viena, en una de las zonas más céntricas del Paseo, enclaustrado en ese bello edificio que  promovió el rico José Rodríguez Ramón sobre el solar del viejo Teatro Principal, fue con el tiempo uno de los establecimientos más politizados de la historia de Almería, donde las tertulias sobre Lerroux o Gil Robles formaron parte de su atmósfera.
Fue abierto el establecimiento por Antonio Soler Lidueña, un industrial que había sido alcalde de Adra, gran amigo del político del Partido Liberal Natalio Rivas y primo hermano de Antonio Soler Bayona, presidente de la Diputación.




Tenía fama Soler Lidueña de haber conseguido poner freno  a golpe de trabuco a la Sociedad Azucarera que planeaba dejar sin producción la industria de su pueblo natal por el incipiente trust del azúcar español. Soler colocó una extraordinaria vidriera de dos metros de ancho en la fachada que fue siempre una de las señas de identidad del local, junto a los veladores exquisitos en las tardes de verano, entre los que remoloneaban los limpiabotas y se detenían los carruajes.




El Viena iba adquiriendo un prestigio creciente en la principal avenida de Almería durante esos años iniciáticos, disputándole clientes y prosapia al legendario Suizo que se había instalado en la parte más alta del Paseo en el remoto 1873 bajo la dirección de Antonio Campos, que fue alcalde de la ciudad.




El Viena sirvió banquetes pantagruélicos de la época como el del homenaje al cirujano Gómez Campana en 1928 y también ese mismo año el del ilustre doctor Gregorio Marañón cuando visitó el colegio de médicos de Almería para dar una conferencia sobre la hipoglucemia. Los doctores almerienses que acompañaron a la eminencia ese día a la mesa, se metieron entre pecho y espalda unos huevos a la romana, una merluza a la holandesa, un rosbeff a la moda y un pudding de brioche y croissants.


En una mesa de ese café pretérito emborronó las cuartillas de su primer a novela, ‘Jack Robinson’, el inglés Gerald Brenan en 1929, entre el aroma a café y a tabaco, mirando la vida de Almería pasar por la ventana, después de regresar del barrio de las putas, tal como dejó escrito en su libro Memoria Personal.


El establecimiento cambió  de manos en 1930 y pasa a ser patroneado por Emiliano Uroz, sin grandes cambios en su configuración, siguiendo anclado a ese epicentro del Paseo medio, que iba pronto a llamarse Avenida de la República, teniendo en la otra esquina la Platería Martínez y la Casa de los López Gay.


Emiliano fue un industrial que participó en la suscripción del exótico  y fallido  proyecto para hacer un ferrocarril de Almería a Laujar.


Fue concejal, delegado de Abastos, presidente de la Asociación de Fondistas  y un pionero promotor urbanístico del Ensanche de Almería en la conocida Colonia Altamira, “con calles europeas de 16 metros de ancho” rezaba la publicidad.


Fue también un furibundo registrador de demarcaciones mineras de petróleo, en parajes de la sierra de Cuevas y de Vera, esperando encontrar como James Dean en Gigante el ansiado oro negro.


El Viena siguió con Uroz siendo el café de referencia de Almería, en donde lo mismo se agasajaba al comandante del cañorero Laya anclado en el Puerto que se daba una comida íntima a Francisco Oliveros cuando fue elegido presidente del Casino o un ágape al popular escritor de ripios Rogelio Ubeda Monerri, conocido como Luis de Tabique.


En abril del 36 Emiliano tuvo que ver cómo el Viena fue objeto, junto al  Oro del  Rhín, el Círculo y el Casino, de pedradas de obreros en la Huelga de los Cristales Rotos, cuando ya se empezaba a mascar la tragedia de la Guerra. Trabajaban por esas fechas en el local camareros como Félix Blasco Albendón, Antonio Carrasco Expósito, Francisco Sierra y los hermanos José y Enrique López Sánchez, así hasta 18 empleados que llegó a haber en plantilla.


En septiembre de ese mismo año fue incautado por el Comité de milicias y pasó a ser explotado por los propios obreros, convirtiéndose de la noche a la mañana en Bar Moscú, anunciándose que “había dejado de ser centro de los señoritos holgazanes para dejar paso a la clase  trabajadora”.


A Emilio Uroz lo mataron en Viator durante la contienda y fue reabierto como Viena, por los nuevos dueños Rapallo Gimeno, en mayo de 1939, perdiendo la denominación bolchevique y desapareciendo la hoz y el martillo que habían pintado los milicianos en la fachada. Se convirtió en uno de los cafés que sobrevivió a esos años tumultuosos y fue donde los indalianos iniciaron sus primeras tertulias, hasta que echó el cierre, legando la supremacía de los cafés de la tediosa Postguerra al Colón y al Español. 



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