Las ultimas fiestas del Mesón Gitano

Se organizaban bailes al aire libre y se instalaba una barbacoa en un improvisado restaurante

Eran los últimos coletazos del Mesón Gitano. El proyecto no había cuajado y las instalaciones empezaban a caer en el abandono. Los fines de semana el
Eran los últimos coletazos del Mesón Gitano. El proyecto no había cuajado y las instalaciones empezaban a caer en el abandono. Los fines de semana el La Voz
Eduardo D. Vicente
19:07 • 18 mar. 2018

Habíamos conocido los días de esperanza del Mesón Gitano, cuando veíamos subir por nuestras calles aquellos coches de lujo que llevaban a las autoridades a disfrutar de las veladas de fiesta. Habíamos visto toda la tramoya del cine instalada en la ladera de la Alcazaba y a Manolo Escobar cantándole a España desde aquella terraza privilegiada. Asistimos al desembarco de la marina de guerra en aquel verano de 1971 cuando el Mesón Gitano abrió sus puertas a la Semana Naval. Muchos de los que entonces éramos niños y vivíamos cerca del barrio, vimos nacer el gran sueño del empresario Luis Batlles y como en un corto periodo de tiempo, cuatro o cinco años, se fue desmorando hasta caer en el olvido.




A comienzos de 1974, diez años después de que Luis Batlles pusiera en marcha la obra, el sueño seguía incompleto y el negocio no acababa de arrancar. El promotor, en una entrevista publicada en el periódico reconoció que sólo había funcionado en ese verano de 1971, con motivo de la celebración de la Semana Naval en Almería. Durante quince días, las cuevas, perfectamente equipadas con bañera, teléfono y aire acondicionado, estuvieron ocupadas y el restaurante trabajó todos los días. Fue un espejismo, cuando se fueron los marineros y acabó el verano, el Mesón Gitano se volvió a quedar vacío y para llevar gente hubo que organizar fiestas y ofrecer vinos y banquetes gratis.




En otro intento de salvar el negocio, salió a la luz la posibilidad de crear un tablao y una  escuela de flamencología en el mismo recinto, pero sólo sirvió para seguir alimentando el sueño imposible del Mesón Gitano. Cansado de tropezar, Luis Batlles Rodríguez optó por  arrendarlo a otros empresarios, pero siguió sin funcionar, arrinconado en una ciudad que había perdido el tren del turismo, y rodeado de un entorno que fue comiéndole terreno hasta devorarlo.




En el otoño de 1976, cuando los niños del barrio subíamos allí para batallar, el Mesón Gitano ya era la historia de lo que pudo haber sido y no fue. Los jardines empezaban a convertirse en una vegetación silvestre que invadía el suelo; la piscina no tenía ni rastro de agua, mientras las casas se marchitaban sin un solo visitante que ocupara sus camas. Allí estaban las cuevas, algunas sin estrenar, pero ya desmejoradas como damas antiguas a las que se les había pasado la juventud sin tiempo para disfrutarla. 




Era una tarde de noviembre de 1976 cuando en una de las escaramuzas que los niños del barrio hacíamos a la salida del colegio, sentimos la atracción del Mesón Gitano. En aquel otoño el lugar era un escenario en decadencia, envuelto en ese tono crepuscular que anunciaba el final de una época. Había terminado su tiempo y las hojas de los árboles empezaban a cubrir el  suelo para quedarse. La lluvia, que había caído con persistencia en aquellos días, acentuaba el tono marchito de las cuevas, que también empezaban a perder su esplendor.




Aquel era un mundo que se apagaba: la piscina se había quedado sin agua; las cuevas estaban cerradas con las puertas entreabiertas; el sonido de las guitarras de las juergas flamencas se había quedado varado en el último verano y allí no llegaban más ruidos que el de los gritos de los niños jugando a la guerra.  Una fina capa de abandono cubría las casas y los árboles, mientras que la niebla iba cayendo sobre la tarde, bajando lentamente desde los torreones de la Alcazaba.




El Mesón Gitano, que en nuestro imaginario infantil asociábamos a las grandes fiestas de agosto, cuando veíamos subir por la cuesta de Almanzor los coches de lujo, se había quedado sin voz. Parecía uno de aquellos decorados del desierto de Tabernas que fueron muriendo cuando dejaron de llegar las películas. A la entrada del recinto, junto a un muro pintado de cal, sobrevivía un cartel del último verano que anunciaba un espectáculo flamenco. Aquel otoño de 1976 había empezado la cuenta atrás de un proyecto que nació de un sueño que jamás llegó a hacerse realidad. El Mesón Gitano fue una esperanza, la ilusión de Luis Batlles Rodríguez, un promotor romántico que en 1964, mientras paseaba por la ladera sur de la Alcazaba, le dijo a su amigo el arquitecto Fernando Cassinello: “Aquí podríamos hacer una maravilla”.




La maravilla fue flor de un día y acabó convertida en una auténtica pesadilla. En sus últimos años de vida, el Mesón Gitano resistió gracias a las fiestas que allí se organizaban los fines de semana. Se aprovechó la terraza para promocionar lo que entonces se llamo ‘el mirador de Almería’, se instalaron mesas y sillas, se habilitó una barbacoa y se montó un escenario para las actuaciones de los sábados y los domingos. Desde 1975 a 1977 hubo bailes de invierno, que empezaban a las seis de la tarde, y veladas en las noches de verano promocionadas como cenas-baile’. Por allí pasaron grupos como Variaciones, los Rivers, Paréntesis, Métodos, Amanecer, Los Johnnys, Expresiones y Los pájaros verdes, antes de que el recinto cerrara para siempre.  



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