El peluquero que pitó en San Mamés

Rafael Torres Caravaca ha cumplido cuarenta y cinco años en el oficio de peluquero. Se hizo célebre en Almería por su vinculación con el mundo del f

Rafael Torres Caravaca en la peluquería que regenta en la calle Padre Santaella, frente al instituto Celia Viñas.
Rafael Torres Caravaca en la peluquería que regenta en la calle Padre Santaella, frente al instituto Celia Viñas.
Eduardo del Pino
01:00 • 01 ago. 2015

Para los que fueron niños en los años setenta, entrar gratis al fútbol, a los toros, o al circo que venía en la feria, era una aspiración colectiva, una ilusión generacional que los unía para intentar colarse como fuera. Entrar al fútbol sin pagar era una conquista que después se iba narrando entre los amigos para que constara como una medalla en su currículum callejero. 




Había mucha formas de contarlo y casi nadie empleaba el término “he entrado gratis al campo” o “he pasado sin pagar”. Lo normal era decir “me he colado”, “he entrado de gañote”, “hemos ido de válvula”, o “iba de balde al estadio”, como le gusta decir a Rafael Torres Caravaca cuando trata de explicar por qué, con trece años, decidió hacerse árbitro de fútbol.




Vocación infantil no tenía, porque en aquellos tiempos para un niño callejero el prestigio se adquiría jugando al fútbol y el árbitro era un personaje secundario, casi marginal, que en los desafíos en los descampados se dejaba para el que estaba malo, para el más grueso o para que el que tenía la pata de palo a la hora de tocar el balón. Un día, estando de aprendiz en la peluquería de la Plaza de San Sebastián, entró a pelarse Vicente Ferrete, el entonces delegado del colegio de árbitros de Almería y como hacían falta niños para que el arbitraje tuviera continuidad, le hizo una propuesta irrenunciable: “¿Te gustaría ir a ver los partidos del Almería de balde?”, y al muchacho, que entonces tenía trece años, se le pusieron los ojos brillantes como si hubiera visto una media luna en el escaparate del Once de Septiembre. Al día siguiente se pasó por la sede a recoger su carnet oficial que le permitía, antes de empezar a aprender la profesión de árbitro, acceder a los campos de fútbol sin tener que pasar por la taquilla.




Fue en aquel año de 1970 cuando Rafael Torres Caravaca le había dado un giro a su vida. Había dejado de ser un niño para convertirse en un aspirante a hombre de provecho, como se decía entonces, un adolescente prematuro que empezaba a aprender un oficio tras descubrir que los estudios no eran su fuerte. El día que le dijo a su padre que no quería seguir en el instituto, éste le contestó con decisión: “Espérame a las doce en la puerta del Imperial”. Y cuando el padre salió del trabajo lo agarró del brazo y allá fueron los dos, de  comercio en comercio, en busca de una colocación. Probaron suerte en calzados el Misterio, en la sastrería de los hermanos Molina, en Curtidos Ruiz, hasta que llegaron a la peluquería del maestro Domínguez, en la Plaza de San Sebastián. “¿Les hace falta un aprendiz?”, preguntó el padre desde la puerta; y el propietario del negocio le respondió sin moverse de la silla: “Aquí a los aprendices no se les paga”. El acuerdo fue absoluto, casi un flechazo. 




Al día siguiente, Rafaelito estaba cinco minutos antes de las nueve de la mañana en la puerta de la peluquería. En aquel tiempo la peluquería de Domínguez era de las más importantes de la ciudad. Tenía seis peluqueros con la categoría de oficiales, además del maestro y el aprendiz. Abría hasta los sábados por la tarde, que solía ser el día que más clientela tenía, a veces tanta que se cerraba después de las diez de la noche. 




No es de extrañar que el niño aprendiera pronto el oficio. “Los sábados no cerrábamos al mediodía  y era costumbre que las mujeres de los peluqueros les llevaran la comida al trabajo. A mí me llevaba mi madre un bocadillo de tortilla de patatas en una barra de pan y un litro de leche en una botella de gaseosa la Casera, de la que repartía el lechero por las casas. Aquella sí que era leche”, me cuenta. En aquel tiempo una peluquería como la de Domínguez era mucho más que un simple salón donde iban los hombres a afeitarse y a recortarse el pelo. Allí, cada tarde se hacía una revolución, se arreglaba el país, se acababa con el paro y se cambiaba de gobierno en las tertulias permanentes de la clientela. Aunque la verdadera revolución fue el día que el maestro Domínguez apareció con una revista Interviú que relegó a un segundo plano a marcas de tanta solera como ‘Lecturas’ o ‘Diez Minutos’. Desde que llegó el primer Interviú al negocio las tertulias empezaron a decaer.




En los tres años que estuvo de aprendiz ganaba el dinero de las propinas, que a veces superaba las veinte pesetas diarias. Tras una aventura de siete meses con el maestro Antonio, en la Plaza del Carmen, regresó al salón del maestro Domínguez para cubrir la plaza de un peluquero que se acaba de jubilar. “Ya llegué como oficial y cobrábamos a comisión: el sesenta por ciento para el peluquero y el cuarenta para el dueño del negocio”, explica.




Fueron seis años intensos en los que el sueldo se lo daba a su madre y él se quedaba con el dinero justo para sus gastos y para las pequeñas juergas de los sábados noche, cuando al salir de la peluquería, recién duchado, con la ropa limpia y peinado para la ocasión, se iba a la discoteca Play Boy a bailar y a ver si caía algo. Trabajó después con Sebastián Campoy, que en 1978 montó la peluquería más moderna de Almería, y con J. Martín, que le pagaba el doble, casi sesenta mil pesetas al mes. Con los ahorros y con la clientela que ya tenía, pudo establecerse por su cuenta y el 19 de marzo de 1984 puso su propia peluquería en la calle Padre Santaella.


El fútbol 
Por aquel tiempo no sólo era un peluquero de reconocido prestigio en Almería, sino que además destacaba por ser uno de los mejores árbitros que había dado la ciudad en los últimos tiempos. Llegó a alcanzar como árbitro la categoría de Segunda B, cuando tenía un nivel superior, y durante siete años recorrió los principales estadios de Primera División pitando junto a colegiados del nivel del almeriense Juan Andújar Oliver y del malagueño Antonio Jesús López Nieto.


Cada vez que iba al Camp Nou o al Bernabéu, además de disfrutar del espectáculo, se llevaba para su casa treinta y cinco mil pesetas. Nada que ver con sus comienzos cuando ganaba diez duros como juez de línea por los campos de Segunda Regional.  


Otra de las grandes diferencias que descubrió entre una categoría y otra fue que mientras que en San Mamés o en Mestalla los espectadores se acordaban a coro de su madre cuando levantaba la bandera y señalaba un fuera de juego al equipo de casa, en los humildes campos de los pueblos el trato con los aficionados era más directo, mucho más cercano, y cuando un señor le tenía que dar una queja se le acercaba y le susurraba al oído: "Me cago en to tus muertos, linier".



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