Los almerienses que penaron en los gulags soviéticos

En la estepa rusa, en campos de trabajo a 40 grados bajo cero, falangistas y comunistas almerienses compartieron como hermanos el hambre y la miseria. Esta es la historia de 15

Grupo de repatriados españoles, entre ellos algunos almerienses como Calvache y Mateo, a bordo del Smiramis en 1954.
Grupo de repatriados españoles, entre ellos algunos almerienses como Calvache y Mateo, a bordo del Smiramis en 1954.
Manuel León
20:13 • 09 dic. 2015

Trabajaban hambrientos 14 horas diarias en la nieve siberiana, con los pies cubiertos por trapos, talando árboles y abriendo caminos para vehículos militares. A la vuelta, los policías estalinistas les daban un caldo de agua caliente y 150 gramos de pan y se echaban sobre un jergón a reponer fuerzas para el día siguiente.




Fueron en torno a 15 -que se sepa por ahora- los almerienses que penaron en los gulags, los campos de trabajos forzados soviéticos, que no tenían nada que desmerecer en crueldad con el Mauthausen alemán, donde  también padecieron varios prisioneros almerienses.




Poco se  ha sabido, por ahora, de estos cautivos españoles de Stalin, aparte de las investigaciones llevadas a cabo por Luiza Lordache y de las fichas recuperadas del Campo de Karagandá, que le regaló el presidente de la República de Kazajistan a Mariano Rajoy en su visita de octubre de 2013.




Salieron una parte de estos almerienses, marcados por un trágico destino, rumbo a la Unión Soviética como refugiados republicanos y cayeron en una ratonera.




Otra parte la constituyeron los alistados en la División Azul que combatieron con los alemanes a las puerta de Rusia y que fueron hechos presos en el cerco de Stalingrado. En esos campos de trabajo, en esas mazmorras  humanas, se dio un hecho tan poético como el que Javier Cercas describe con la vida de Sánchez Mazas en su libro Soldados de Salamina: resulta que allí, a miles y miles de kilómetros de la Puerta Purchena, falangistas y comunistas  almerienses, junto a los de otras provincias, colaboraron, por propio interés de supervivencia, en una cadena de ayudas y huelgas de hambre para obtener mejoras en la alimentación.




Cuando desembarcaron, estos refugiados políticos almerienses en la estepa rusa, con la mediación de Dolores Ibárruri, recibieron un trato condescendiente, que se fue agriando tras los primeros meses.




Su internamiento en campos de trabajo llegaba cuando intentaban hacer ver su deseo de reunirse con su familia deportada en México o en Francia o cuando exteriorizaban su deseo  de correr el riesgo de regresar a la España de Franco. Entonces, la paranoia estalinista los juzgaba y condenaba como enemigos del pueblo y por supuesto espionaje y conocían entonces la sordidez del internamiento.




Cada una de estas condenas era avalada por el Partido Comunista de España, que no podía entender como paisanos españoles querían escapar del paraíso soviético. Eran entonces arrestados y torturados, sin cámara de gas, pero con método muy similares a los de la Alemania nazi, en la veintena de gulags que funcionaron entre Odessa y Kazajistan.
Uno de los primeros en llegar a ese supuesto edén fue Mariano de la Cámara Cumella, un intelectual almeriense pariente de la esposa de Jesús de Perceval, hijo del abogado de la Junta de Obras del Puerto. Era un hombre de izquierdas que había marchado a trabajar como profesor en el Instituto Obrero de Barcelona. Allí le sorprendió la Guerra y embarcó rumbo a Rusia en calidad de profesor de la expedición de niños refugiados, los niños de la Guerra, que partió de Barcelona y llegó a Leningrado en 6 de diciembre de 1938. La expedición había sido organizada por el Ministerio de Trabajo de la República, que estaba controlado por los comunista, aunque el de Instrucción Pública, del que dependía De la Cámara, estaba en manos de los anarquistas. De la Cámara fue sancionado desde España, al encontrarse en medio de dos facciones enfrentadas al final de una guerra ya perdida.


Fue profesor de Geografía en la Casa de los Niños de Leningrado y tras ser apartado de sus funciones e internado en un campo de trabajo, murió de disentería en 1942, mientras era evacuado al Cáucaso.


Joaquín Alarcón Maturana era un almeriense de la barriada cuevana de Lobos, piloto aeronáutico que en 1939 viajó a la URSS con un grupo de colegas para perfeccionar el pilotaje de los aviones de guerra rusos que  combatían en la Guerra española. Antes de que volvieran, Franco ya había emitido su último parte de guerra desde Burgos.


Cuando quiso regresar como civil a su país, la respuesta estalinista fue confinarlo como  tornero en el campo de trabajo de Vorochilovgrad, entre tuberculosos y suicidas. Falleció en 1944, cerca de Ucrania, en uno de los ataques alemanes de lo que los rusos dieron en llamar la Gran Guerra Patria.


El almeriense José Tuñón Albertos, hijo de Antonio Tuñón, un diputado del Partido Republicano Radical, también viajó a Rusia para perfeccionarse como oficial de la aviación. Fue detenido en 1948 al intentar escapar  de la URSS a la Argentina y fue condenado a 25 años de internamiento. Fue liberado gracias a las gestiones de su familia desde México y abandonó Risia en 1957. Otros almerienses que pasaron por el cautiverio soviético fueron Alfredo Calvache Ferrer que trabajó como obrero en Borovichi y fue detenido en Volvogrado en 1943; Francisco Mateo Berenguel, ingresó en 1942 en el campo de Odessa hasta su liberación; Antonio Pérez Rueda, mecánico de Tabernas, volvió con 36 año en 1954; José Fernández, de la División Azul, de Serón, penó en Borovichi; Francisco Jiménez Garrido, de La Cañada, voluntario de la División Azul, fue detenido en Kolpino; Juan Ruiz Gómez, condenado a diez años por espionaje; José Martín Ventaja Rafael Martínez García, Manuel Hernández Fernández, Antonio Jiménez Quevedo y Antonio Suárez Segura.


La mayoría fueron repatriados en el barco Semiramis tras la muerte de Stalin, en 1954 y en el Ordzhonikidze que atracó en Almería, como si del Gran Circo de los hermanos Ringling se tratase, en 1959.


 



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