El discípulo almeriense de Ortega y Gasset

El garruchero Francisco Soler Grima se convirtió en uno de los más célebres filósofos de Chile

Manuel León
20:45 • 07 abr. 2018

Capítulo 1. El hijo del carnicero.
Debió de darse de bruces con la fugacidad de la vida cuando el conejo que agonizaba por los golpes de hacha de su padre lo miraba con ojos de Platero y yo; y debió de adivinar el concepto del eterno retorno cuando comprobaba cómo  de un alambre de la barraca familiar colgaba una manta de tocino del cerdito que había visto engordar ese invierno en el patio de la casa.




Francisco Soler Grima, (Garrucha, 1924-Viña del Mar Chile, 1982), que ha sido uno de los pensadores españoles más influyentes en  Chile en el siglo XX, era entonces solo un niño que auxiliaba a su padre en el puesto del mercado de Garrucha, justo al lado de donde hoy está el Ayuntamiento y antes el alfolí de sal.




Francisco nació en la calle Víctor Hugo -antes 18 de julio y ahora Virgen de los Dolores- de ese pueblo de jabegotes en 1924. Era el menor de cuatro hermanos y su padre Pedro, oriundo de Vera, ya se había convertido en uno de los principales contribuyentes de la localidad con su pequeña industria de sacrificio y venta de reses. Pero falleció pronto el autor de sus días, cuando Francisco solo tenía diez años, y tuvo que despabilarse y ayudar a su madre Isabel Grima en llevar las cuentas del negocio al tiempo que iba a estudiar al Instituto de Cuevas  que recién había creado la República.




Cuando empezó la Guerra y la carestía fue adueñándose de Garrucha -ya no había carne que sacrificar ni dinero para comprar embutidos- la madre junto a Francisco y sus hermanos Pedro y Paca se trasladaron a Melilla donde vivía la hermana mayor, Ana, que administraba un estanco junto a su marido Juan Belmonte Cánovas. Allí se enfrentó Francisco cara a cara con la miseria, con las necesidades más simples, allí se aficionó a comer las cáscaras de patatas que hurgaba entre las basuras del economato del Regimiento y después por la noche era feliz en la cama leyendo la enciclopedia escolar de Dalmau a la luz de un quinqué.

Capítulo 2. El aplicado estudiante.
Francisco, el pequeño de la familia, se hacía querer por preguntón: por qué los barcos flotaban, por qué Dios no se veía, por qué había muerto su padre. Su hermana Ana y su cuñado se encariñaron con él y cuando el maestro les dijo que era un alumno con recorrido, lo enviaron a estudiar a Granada, al Colegio Nuestra Señora de Guadalupe, matriculándose en Filosofía y Letras. Tras rubricar un rutilante expediente académico, se  trasladó a Madrid y colaboró en el Instituto Luis Vives y en el Instituto de Humanidades que había fundado José Ortega y Gasset y Julián Marías con quienes entabló una estrecha cercanía.

Capítulo 3. El garruchero errante.
Tenía poco más de veinte años y ya había experimentando la vida en su pueblo natal,  en Melilla, en Granada, en Madrid. Pero tenía ansias de nuevos vientos, de nuevas experiencias y puso proa rumbo a la América española, quizá fastidiado también por esa España franquista que estaba en plena efervescencia cuando él decidió marcharse en 1952.




Llegó a Colombia con una maleta cargada de libros, que volcó sobre el catre de la pensión donde durmió la primera noche con una cabeza llena de sueños. Con su notable palmarés español, con sus estudios sobre Ortega y Zubiri, se puso de inmediato a dar clase en la Universidad Nacional de Bogotá y aprovechó en su ocio para aprender alemán, porque como Unamuno que aprendió danés para leer a Kierkegaard, Francisco quería estudiar en original a su admirado Heidegger.




Después pasó también por centros de Venezuela, Argentina y  Perú, hasta que el almeriense recaló en su amado Chile en 1960.

Capítulo 4. El conquistador de alumnas.
En la Universidad de Santiago adquirieron predicamento sus cursos y seminarios, en los que se matriculaban los alumnos y alumnas de la alta sociedad chilena, atraídos por el verbo impetuoso de ese nuevo profesor, por las preguntas que dejaba en el aire, como volutas de humo, ese español con porte de galán de cine. Allí llevó a cabo Francisco, el hijo del carnicero de Garrucha, una tenaz actividad investigadora y de traducción, escribiendo su célebre ensayo: Hacia Ortega I. El mito del origen del hombre; allí se entregó también a la agradable vida santiaguina, al dolce far niente; allí cocinaba paellas en su apartamento de soltero a sus alumnas predilectas. Así conoció y se enamoró de Catalina Parra -por su punto para el arroz- la hija del poeta Nicanor Parra (Premio Cervantes 2011 que murió hace tres meses con 104 años) y sobrina de la cantautora Violeta Parra. Con Catalina tuvo tres hijos (Isabel, Pedro y Juan Andrés) y de ella se separó a los seis años.




Volvió a casarse con otra pupila, María Teresa Poupin (con la que tuvo a su hija Maite), hija de un juez de la Corte Suprema de Chile y hermana de Arsenio Poupin, uno de los asesinados por Augusto Pinochet en el Palacio de la Moneda en 1973. La paradoja de este autoexiliado intelectual almeriense es que huyó de España abrumado por la falta de aire en la Universidad y se tropezó en Chile  con otra dictadura no menos cruenta.

Capítulo 5. El Heráclito andaluz
En el hombre Francisco Soler cabían muchos hombres a la vez: el dubitativo, el práctico, el suicida que fumaba dos cajetillas al día acompañadas de media docena de tazas de café y el deslumbrante filósofo: pensaba a borbotones y hablaba con frases breves, incisivas, temblorosas, como alguien que vivía en una inaudita cercanía a la muerte.




De Santiago pasó a la Universidad de Valparaíso, donde fue mentor de la mayoría de los actuales catedráticos y del exitoso escritor Antonio Skármeta, que lo recuerda como uno de sus maestros espirituales. Allí, una de las aulas lleva el nombre del garruchero, y allí escribió su obra póstuma más celebrada: Apuntes acerca del pensar de Heidegger.


Su modo de filosofar se basaba en la idea del pensamiento como recuerdo: hacer pasar por el corazón algo que ya estuvo en él.

Capítulo 6. En  la tumba de su madre.
En 1978 decidió volver un tiempo a España, a su Garrucha, en un emocionante viaje, con su mujer y dos de sus hijos. Allí se hospedó por unos días, con su hermano Pedro, en casa de Mariquita de la Posá; allí volvió a saborear las sardinas frescas de la barca, a oír el recio acento de los marineros en la barbería, a las mujeres cantando coplas mientras baldeaban el portal; allí volvió a bañarse en el mar de su infancia y allí visitó por primera vez la tumba de su progenitora Isabel, con la culpa infinita que solo siente un hijo que no pudo asistir a las últimas horas de una madre. Francisco Soler volvió a Chile y falleció de un infarto en su casa de Viña del Mar, en 1982, con solo 58 años, tan celebrado en su país de adopción, como desconocido en el de su nacimiento.


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