Anatomía de un domingo cualquiera

El domingo era el día más corto de la semana, oprimido por la sombra del lunes

Los domingos por la mañana tenían el perfume de los niños que llenaban los parques y las plazas.
Los domingos por la mañana tenían el perfume de los niños que llenaban los parques y las plazas.
Eduardo de Vicente
22:50 • 02 mar. 2020 / actualizado a las 07:00 • 03 mar. 2020

Lo mismo que el sábado olía a primer día de vacaciones, el domingo tenía el regusto amargo del lunes que venía de la mano. El domingo era el día más corto de la semana, sobre todo los domingos de invierno cuando a las seis de la tarde, después del fútbol o al salir del cine, el viento helado del lunes nos dejaba sin aliento. Aquellos domingos de invierno palidecían a media tarde y  el lunes, con todos sus deberes y sus obligaciones, nos llenaba de una extraña melancolía.



El domingo tenía su momento de felicidad absoluta cuando a las ocho de la mañana, la hora en la que nos levantábamos a diario, nos estirábamos bajo las mantas con esa alegría incomparable que sentíamos cuando al abrir los ojos nos acordábamos de que no teníamos que ir al colegio. 



La vida se detenía en las casas sin las prisas de los días de diario y en medio de la calma reinaba el olor del pan tostado, la leche caliente y la mantequilla. En mi casa, de vez en cuando, nos permitíamos el pequeño lujo de los churros madrileños que hacían en el bar de Juan de la Almedina. Desde entonces, las mañanas de los domingos las llevo asociadas al perfume denso de los churros y también al olor de la tinta fresca que nos dejaba entre las manos el periódico recién hecho. 



El periódico, en muchas familias, era un invitado de los domingos. Había tiempo para sentarse y ojear el periódico, siempre después de que lo leyera el padre. A mí me gustaba mirar las últimas páginas donde estaban las carteleras del cine y los deportes para enterarme de la alineación que iba a presentar el Almería.



El domingo era el día de ponerse limpio, de quitarse la tierra y el polvo de toda la semana y salir a la calle como si acabáramos de nacer. En mi barrio, las familias que no teníamos ducha ni nada parecido, recurríamos a la tradición de los cazos de agua caliente y el barreño. Era un tormento obligatorio, quince minutos de tortura que teníamos que afrontar para ponernos después la ropa de los domingos. 



Primero nos lavaban la cabeza, en mi caso con aquel champú al huevo que vendían en porciones y que casi siempre acababa hiriéndome los ojos por mucho empeño que pusiera mi madre en echarme agua por la cara. Cazo a cazo me iba quitando el champú, y cuando terminaba de lavarme la cabeza y el cuerpo, empezaba con los pies, que no era una tarea fácil.



Los pies de un niño callejero en una ciudad donde todavía sobrevivían las calles de tierra y los solares llenos de polvo se convertían en elementos arqueológicos. Había que restregar fuerte con el estropajo ‘Ajax’ y con el detergente ‘Gior’ para que la costra se fuera despejando. 



El domingo, puestos de limpio y con la ropa oliendo a jabón, íbamos a misa por recomendación del colegio, casi siempre con la sensación de que perdíamos el tiempo en medio de aquel ritual tan repetido como aburrido, que nada nos importaba a los niños. Un día descubrimos que en la iglesia de las Puras, en la misa de los sábados por la tarde, el cuerpo de Cristo lo daban mojado en vino dulce. Desde entonces la liturgia se nos hizo más llevadera y hubo casos de niños que pasaban por delante del cáliz dos veces en la misma función.


El domingo era un día de salir con los amigos, teniendo cuidado  siempre de no mancharnos la ropa. Eran domingos de mañanas en el Parque Nuevo, en aquellos columpios que instaló el ayuntamiento, o de irnos al final de la Rambla cuando pusieron en marcha el Parque Infantil de Tráfico. El domingo era un día de familia, de salir a comer todos juntos y a la vuelta pasar por la confitería de confianza a por un papelón de pasteles. También era un día de visitas, de recibir a alguna tía lejana que venía a vernos de vez en cuando, o de pasarnos por las casas de las abuelas que siempre tenían guardada en el pañuelo una moneda de regalo. 


La irrupción del coche en casi todas las familias de clase media, a comienzos de los años setenta, revolucionó la anatomía de los domingos. Dejamos de pasear por la ciudad, de ir a misa, de almorzar en los bares cercanos, y nos embarcamos en la aventura de salir al campo con la paellera, el camping gas, la nevera y la mesa portátil.


Todo sucedía muy deprisa porque los domingos terminaban cuando empezaba a caer la tarde. Regresábamos en el coche cansados, escuchando por la radio las voces de los locutores que cantaban los goles por todos los estadios de España y los resultados de la quiniela con la que ya entonces soñábamos para dejar de ir a la escuela.


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