Almería en los tiempos del covid-19 (XXIII): De castigo, una tapia

obras detenidas, como la de la Plaza Careaga, a la espera de que acabe el confinamiento, a la espera de que vuelva la vida a la ciudad.
obras detenidas, como la de la Plaza Careaga, a la espera de que acabe el confinamiento, a la espera de que vuelva la vida a la ciudad.
Manuel León
07:00 • 09 abr. 2020 / actualizado a las 14:00 • 09 abr. 2020

A unos 'coronaburros' que llegaron de Madrid camuflados  a una urbanización de Garrucha, alguien les ha tapiado la entrada con cemento y ladrillo para que no salgan. No querían confinamiento madrileño y ahora van a estar más encerrados que López Vázquez en la cabina. 



Esta plaga nos está enseñando que hay gente que no tiene enmienda, que hay pulsiones más indómitas que estar enganchado al bingo, gente capaz de arriesgar su salud y la del prójimo para, si son pillados infraganti, decir como Aute (DEP): “Pasaba por aquí”. Cuesta imaginar a esa familia temeraria, una vez colocado el equipaje en los armarios, una vez ventiladas las habitaciones, qué habrán podido sentir cuando han abierto la puerta para salir a comprar al Mercadona y se han dado de frente con la empalizada traicionera. Cómo lo habrán solventado. Quizá el marido haya pensado en llamar a la policía, pero la esposa le habrá advertido, con buen criterio, que qué explicación van a dar al agente y que si los descubren desplazados desde Madrid  les pueden caer 18 meses.



Me pongo a darle vueltas, mientras mi hijo me interrumpe cinco veces para que le deje ir a la terraza, y no veo ninguna solución para estos temerarios, por donde tiren se estrellan, nunca mejor dicho. Y si llaman a sus amigos o a sus familiares, cómo se lo explican, sin que parezca un chiste de Gila: “Que nos hemos venido estos días a tomar el sol a la casa de Garrucha y nos han emparedado como un Pepito de ternera”. Me viene a la memoria una anécdota que se contaba hace tiempo en Almería, sobre que en esa callejuela estrecha que hay al lado del Colegio el Milagro, Antonio Ledesma se llama, cuando en vez de centro educativo era un café cantante donde todas las noches actuaba una cupletera entre botellas de coñac, había un alcalde de la ciudad muy aficionado a visitar hasta altas horas a ese cabaret, incluso quedándose a dormir en uno de los reservados, antes de volver a su despacho oliendo a aguardiente. Parece que una de esas noches de farra, alguno de sus rivales políticos pagó a un encofrador para que cercara con un tabique de cemento la salida del callejón. El alcalde cuando salió y se vio atrapado en la ratonera gritaba “A mí los guardias”. Y era ya avanzado el día cuando el maestro alarife consiguió tirar abajo con un marro ese muro de la vergüenza. 



A veces me pregunto -cambiando de tema- qué pensaría sobre este cautiverio gente que escribía y que ya no escribe. Cómo abordaría Kayros este confinamiento en su ‘Té con limón’ encerrado en su casa de Aguadulce. Quizá nos deleitaría con alguna frase de San Juan de la Cruz mientras nos recordaría alguna mazurca de  Chopin; o Fausto, tan ‘A su manera’, qué se le ocurriría a él, sobre cómo pasar un Jueves Santo entre libros y memoria, junto al Hotel La Perla; y Naveros, cómo nos relataría desde su ‘Ojo de Almería’ -entre café negro y cigarrillos junto al mar de San Miguel- sus experiencias de cautiverio viral. ¿Cuántas baterías de teléfono gastarías, Miguel? Ya nunca lo sabremos. Mi única certeza a estas alturas es que mañana pondrán Ben-Hur.








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