Anguita y Almería: “Dale las gracias al azul turquesa del mar en Carboneras”

Un relato sobre sus veranos en el Levante almeriense

Julio Anguita, fotografiado en una playa de Almería.
Julio Anguita, fotografiado en una playa de Almería. Marina del Mar
Amalia Fernández Rodríguez
10:45 • 17 may. 2020 / actualizado a las 11:27 • 17 may. 2020

TE  QUIERO  JULIO
Un corazón traicionero para un GRANDE.


Julio llegó a mi vida a través de mis grandes amigas allá por los noventa cuando trabajábamos por visibilizar el papel de las mujeres en la enseñanza y en nuestro sindicato (USTEA).




Cuando me presentaron a Julio y le dijeron que yo era de Almería enseguida, con la rapidez mental que le caracterizaba pero con la parsimonia de su discurso, me dijo:




-Almería la más “mora“ de todas las ciudades andaluzas. Y empezó a desgranar una retahíla de piropos sobre los pueblos de Almería: Alhabia, Velefique, Fondón, Laujar,
-Vivo en Carboneras, le dije.




Mientras tomábamos un vino con anchoas, en un bar de Córdoba, comenzó a relatarme que había venido a Carboneras hacía muchos años, en los 70, a unas colonias con los niños de su escuela y que se alojaban en el colegio y recordaba las playas y el pueblo y, cómo no, el azul turquesa de sus aguas que tanta paz otorgan al espíritu.




Años después cuando me llamó para ver si podía pasar aquí un verano, en casa, que tantas veces se le había ofrecido y, pese a la situación, (acababa de perder a su hijo en la Guerra de Irak), me sentí “alegre” por él. Yo presentía que ese verano le sentaría bien.




Cuando Julio llegó una tarde del mes de julio con su hija y un amigo, con un levante de esos que llena las calles de arena, creí morir. “Acostumbrado a tantas tormentas esto es sólo viento”, me dijo.




Durante todo el mes estuvimos los cuatro juntos todo el día, excepto la hora de la siesta y de la lectura, que no perdonaba. Por aquellos días leía a San Juan de la Cruz, del que dice que aprendía muchísimo. Nunca dejó de aprender.




Las mañanas las dedicábamos a la playa, fundamentalmente, nadando casi hora y media en el mar. Daba igual la playa, las recorrimos todas: El Corralico, el Lancón, Las Marinicas, Los Barquicos, Los Cocones, El Algarrobico…


Las mañanas con él se hacían de película porque sabía cosas que los demás no sabíamos y, además, de todo, era un gran conversador. Le hacía gracia las caras de asombro que yo ponía. Reía a carcajadas. La gente decía que era muy serio e inaccesible. Nunca lo conocieron en lo personal.


Después de la playa, el aperitivo. Aparecer en un bar de Carboneras con Julio Anguita era una tarea difícil para mí y más como él estaba en esos momentos. Yo no quería que nadie le preguntara sobre la muerte de su hijo o le dijera esto o aquello de la política. Quería que estuviera tranquilo y en paz.


Pero el pueblo de Carboneras es un pueblo que sabe estar cuando así lo requieren las circunstancias y me quedé admirada de las y los carboneros por su respeto y comprensión hacia ese líder político al que admiraban pero que a la vez respetaron en esos momentos.


Me llamó la atención que algunas veces al saludar se pararan personas diversas y de diversa edad para saludarlo de forma respetuosa y haciéndole un reconocimiento como al político más honrado.


“Era mi trabajo, señora”, respondía y, a continuación respondía con una pregunta, “¿no es usted también honrada en su trabajo?”


Comíamos siempre en casa, con esos guisos de la gente de la mar que él tanto le gustaban. Él hacía de lujo el bacalao al pil-pil, con más o menos ajo, pero con su toque especial. Decía que se lo enseñó a hacer un político vasco.


Alguna vez nos invitaron a cenar, en alguna terraza bonita del pueblo, mi compañera Mari Carmen y él estuvo siempre soberbio y agradecido.


Julio es la persona más inteligente que he conocido, la más perseverante y la más honesta. Cuando lo llevé a comer a mi barrio conoció a mi hermano y a mi padre. Cuando estrechó la mano de mi padre me comentó:


- “Eres así por las manos que te sostuvieron”.


Mi padre le contó la historia de su vida en la posguerra, de nuestro barrio, de sus días en la mar, de las dificultades económicas,... Él lo escuchaba con una atención extraordinaria.


Nunca le regalé nada, él contribuyó económicamente a su estancia:


-    “Somos maestros, el sueldo da para lo que da”.


Nunca permitió que nadie pagara en un bar.


-    “Todo el mundo tiene sus propios gastos”.


Cuando acabó julio y Julio se fue, nos despedimos en la Playa del Algarrobico, la misma que pisó el día que vino y donde se desahogó y arrojó muchas lágrimas. Subió en el coche a su hija y al amigo Jesús con el que venía y marchó tranquilo para Córdoba. Al llegar me llamó por teléfono y me dijo “dale las gracias al azul turquesa del mar de Carboneras porque ha calmado, en parte, mi dolor”. Volveré, me dijo, y así lo hizo.


UN GRANDE AGRADECIENDO ALGO TAN PEQUEÑO COMO EL COLOR AZUL DEL MAR.


Una amiga mía ha comentado estos días: “Qué pena que los buenos cargados de razón se vayan de puntillas”.


Pero Julio nunca pasará de puntillas, nos quedarán sus ideas en nuestro espíritu, sus enseñanzas en nuestra vida y su gran y mal herido corazón rojo.
Sit tibi terra levis.


Amalia Fernández Rodríguez es maestra y directora del CEIP 'Simón Fuentes' de Carboneras.


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