Los antiguos carritos de los helados

Por mayo aparecían los heladeros ambulantes tirando de sus carros de madera

El carrito de Pedro Fernández recorría las calles de Almería desde el barrio de la Chanca hasta los cerros más lejanos del Quemadero.
El carrito de Pedro Fernández recorría las calles de Almería desde el barrio de la Chanca hasta los cerros más lejanos del Quemadero.
Eduardo de Vicente
21:34 • 18 may. 2020 / actualizado a las 07:00 • 19 may. 2020

El calendario infantil no se regía por los nombres de los meses ni por las estaciones del año. Teníamos un calendario sentimental que nos decía que los otoños en Almería empezaban cuando volvíamos al colegio, aunque siguiera haciendo calor, y que los inviernos los traían bajo sus mantos negros las castañeras y las mujeres que en diciembre montaban los puestos de zambombas en la calle del Mercado.



La primavera arrancaba el Domingo de Ramos con la ropa nueva y el cuerpo recién lavado como si empezáramos una nueva vida, mientras que el verano se adelantaba a mediados de mayo, cuando el carrito del heladero ambulante nos traía las primeras noticias de las vacaciones que estaban a la vuelta de la esquina.



Una tarde, al salir del colegio, nos encontrábamos en una plaza con el heladero al que le habíamos perdido la pista durante el invierno. Venía de un letargo intenso y salía con tantas ganas de hacer negocio que sus voces se escuchaban desde lejos: “Al rico helado: turrón, nata y tuti-fruti”, gritaba, llamando la atención de los chiquillos que no tardaban en acudir ante su presencia aunque llevaran los bolsillos vacíos. 



Era posible disfrutar de los helados sin dinero, solo mirando aquella escena en la que el artesano sacaba del vientre helado del carro la mágica bola que con destreza depositaba sobre el cucurucho de galleta. Solo con ver la escena, solo con oler el perfume que dejaba el helado, volvíamos satisfechos a nuestros juegos. La fiesta era completa para el que podía permitirse el lujo de saborearlo.



Entonces no existía la fecha de caducidad ni creo que los heladeros callejeros pasaran estrictos controles sanitarios. Llegaban con sus modestos carritos de madera con dos grandes ruedas laterales, un manillar elemental también de madera para manejarlo y un toldo de tela para que el sol no castigara en exceso el depósito donde iba el género. Los más rudimentarios encerraban en su vientre garrafas donde se mantenía el helado,  hasta que fueron sustituidas por tanques con mayor capacidad. 



Pedro Fernández Mañas era uno de aquellos trashumantes del helado que repartía la mercancía de La Cubana por Almería. Bajaba desde su casa, en el barrio de Manuel Vicente, allá por las cuestas más lejanas del Quemadero, llenaba los tanques con el helado recién hecho y se iba a su puesto de venta, el barrio de Pescadería. Era una zona llena de humildad, pero donde no faltaba el trabajo, sobre todo cuando había buena pesca y los hombres de la mar desembarcaban con los bolsillos llenos de monedas. Cuando había dinero en las casas los niños bajaban de la Chanca con sus monedas de dos reales en el bolsillo, llevando por bandera la ilusión de aquel tiempo, en el que comerse un helado era todo un acontecimiento



En mi barrio, el verano se adelantaba a abril cuando por Semana Santa abría la heladería de Adolfo y cuando en la Almedina se ponía en marcha toda la maquinaria de ‘La Violeta’ y sus repartidores se tiraban a la calle llevando la mercancía por todos los barrios de la ciudad. José Fernández Rueda, el dueño del negocio, llegó a tener a una docena de operarios vendiendo helados con carrillos, bicicletas y motos, en los que llegaban a todos los rincones de la playa desde Pescadería al Zapillo, y a todas las plazas donde hubiera niños jugando. 



El célebre y querido Jarropo, el que fue eterno masajista y uno de los fundadores del Pavía, fue repartidor de la heladería ‘La Violeta’, y hasta Rafael, el barquillero que en los inviernos de los años cincuenta se instalaba frente al instituto, se ganaba el pan de los veranos gracias a los helados de la Almedina. Pero de todos aquellos empleados que pasaron por el negocio, ninguno dejó tanta huella como Manuel Muñoz Vicente, el comodín de ‘La Violeta’, un fondista del trabajo que lo mismo vendía helados por la playa que echaba una mano en el bar que el dueño de la heladería regentaba en el campamento de Viator


Manolico era un todoterreno que a primera hora de la mañana se agarraba al carretón de tres ruedas y se iba a Pescadería a por las seis barras de hielo de veinticinco kilos cada una que abastecían la fábrica a diario. Cuando regresaba cargaba el carrillo de madera con los recipientes de helado recién hecho y se marchaba a ‘navegar’ y ya no regresaba hasta que se quedaba sin género. “Manolico, un día de estos te vas a quedar hecho un charco en el suelo”, le decían los amigos cuando lo veían por esas playas de dios soportando el sol sin más protección que un gorrillo de tela blanca. Él, sonriendo, les contestaba: “Peor lo pasan los que están picando en una mina”. Manolico era uno de esos personajes que no podían estar parados. Su hermano, José ‘el Señorico’, tenía un buen empleo en la recepción del Hotel Costa Sol, y su hermano Antonio vendía tabaco en la esquina de calzados El Misterio. 



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