El mecánico que se convirtió en promotor de cines

Al aprendiz Miguel García le tocó la lotería y abrió terrazas en el Barrio Alto y Plaza Pavía

Empleados del Taller en el patio central de la calle San Leonardo. El propietario Miguel García Bretones, con gafas, detrás, en el centro.
Empleados del Taller en el patio central de la calle San Leonardo. El propietario Miguel García Bretones, con gafas, detrás, en el centro.
Manuel León
03:19 • 20 jun. 2021 / actualizado a las 07:00 • 20 jun. 2021

En alguna película americana de cine negro, en las que tipos con pitillo en la comisura conducían Chevrolet relucientes, alguien soltaba aquello de “méteme 1.000 dólares en el bolsillo y pondré Chicago a tus pies”.  Para esa época, Miguel García Bretones, un almeriense con manos finas para las herramientas y buenos ojos para los negocios, no había conquistado su ciudad, pero sí había sabido sacar petróleo de un décimo premiado de la Lotería Nacional. Nació en 1894 muy cerca de la Puerta Purchena y muy joven entró de aprendiz en ese gigante industrial que era entonces Talleres Oliveros, en lo que era entonces el arrabal de Almería, enfrente de Las Almadrabillas. 



Allí, con su hermano José, aprendió el oficio arreglando vagones de tren. Hasta que el año que se proclamó la II República le tocaron 125.000 pesetonas de las de entonces, ¡un capital! 



Y claro, esos billetes verdes despertaron el espíritu de emprendedor que llevaba dentro Miguel. Abandonó la factoría de don Antonio Oliveros y compró junto con su hermano- también agraciado- el edificio llamado entonces de Las Siamesas, en la calle San Leonardo, para montar un taller con garaje y una casa para cada uno.  



 El taller de los García se hizo muy popular en la Almería de la postguerra y llegaron a contar con una competente plantilla compuesta por oficiales de todas las secciones de la automoción.



Los más veteranos que transitan la ciudad aún recordarán ese ambiente de ajetreo, cerca de Obispo Orberá, con el sonido de aquellos vetustos motores y ese olor a caucho de los neumáticos.  Pero no era Miguel, el manitas de los pistones, hombre de tocar un sólo instrumento. El taller funcionaba como un reloj: las reparaciones eran entonces un negocio mucho más recurrente de lo que es ahora, cuando la tecnología se ha perfeccionado.



 Miguel García Bretones quería hacer empresa, tener más empleados, dar más jornales, ir engrandeciendo su capital. Y se metió en un territorio desconocido, el del cine, un negocio que también empezaba a pitar en la ciudad, cuando hasta hacía poco la ciudad sólo había tenido gramófonos y el vermú para matar el tiempo en las tardes de domingo. 



En ese tiempo Almería empezó a llenarse de pantallas blancas y en cada barrio se montaba un cine de invierno o de verano. El Listz, Roma, Reyes Católicos, el Jurelico, Imperial, Monumental, Moderno, Los Ángeles, Emperador, Cervantes, Apolo, Bahía, San Miguel, entre otros.



Eran cines humildes, de bocadillo de tortilla y Mirinda en la mano, en los que las películas se enrollaban o se iba la luz o los cortes del rollo enfurecían a los espectadores. 


Miguel Bretones, neófito en películas de celuloide, montó a principios de los años 50 la Terraza Oriente en el Cine Monumental, en la calle Real del Barrio Alto, la Terraza y el Cine Pavía, que después, ya con canas en las sienes, vendió a la viuda de Vértiz. 


Su hijo, Antonio García del Águila, diseño y fabricó un proyector para el cine Pavía. Era un espacio no solo para la proyección de películas, sino también para verbenas y celebraciones de la gente del barrio.


Y así, García, el del taller, llenó las calles de la Almería más antigua de resplandores de vaqueros y piratas, de películas de Luis Sandini y de Toni Leblanc, con la ayuda de taquilleros, operadores y acomodadores. Mantuvo los cines hasta que se cansó y siguió husmeando nuevos horizontes para crear empleo y ampliar sus caudales.  


Compró una finca en Pechina para poner en valor un inmenso huerto de naranjos, una delicia para un hombre hecho a sí mismo y un refugio para los sentidos en aquella Almería profunda de postguerra. Iban viento en popa los negocios de este almeriense emprendedor, pero no se cansaba de maquinar, como las locomotora de la Renfe que engrasaba de joven. Se metió en el sector del transporte y compró unos camiones rusos, marca TCH y un Dodge americano de la Guerra Civil. 


 Lo llamaron también para que diera clase como profesor de electromecánica de la Escuela de Artes y Oficios y llegó a construir a escala una locomotora de vapor. Llegó a idear motores antifugas, bombas horizontales para pozos artesianos, tenía buena mano para el dibujo, pero nunca patentó ninguno de estos pequeños inventos. Fueron para él oficios y distracciones pasajeras. 


Lo que nunca abandonó fue el taller, el popular taller de los García, donde llegaron a trabajar más de 40 mecánicos de pelo en pecho y aprendices, como él mismo fue, a la vera de Oliveros, antes de que el Gordo de Navidad le sonriera. Algunos de sus empleados más fieles fueron Manuel Álvarez Fernández, Rafael Martínez y José Lucas Moreno.


Falleció tras una intensa vida empresarial, Miguel García, con 72 años. Su hijo, Antonio García del Águila, un genio de la electricidad, vendió el taller en 1969 a los empleados en régimen de cooperativa. Pero sin el veterano patrón, ya no funcionó como antes y en 1971 cerró sus puertas, tras décadas de saber hacer. Una institución en el corazón de la ciudad.



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