El ‘héroe’ que sobrevivió a dos guerras

A Juan Manuel Martínez Martín se lo llevaron al frente de Teruel con solo 18 años

Eduardo de Vicente
07:00 • 26 oct. 2021

Tenía cinco medallas que guardaba como uno de los tesoros que le había concedido la vida. Aquellas condecoraciones resumían una juventud intensa, marcada por dos guerras. A una se lo llevaron, a la otra se fue de voluntario.



Juan Manuel Martínez Martín nació en Roquetas, en el invierno de 1919. Era hijo de carabinero y también del mar, como todos los que venían al mundo frente al faro del Sabinal. En sus años de madurez dejó escritas unas memorias donde recordaba aquellos días felices de su infancia, cuando aprendió a dar los primeros pasos de aprendiz de peluquero en la barbería del maestro ‘Rabanillo’, que tenía que ser una institución en el pueblo. 



Por lo que se deduce de sus escritos, su infancia estuvo repleta de calle, de aventuras y de anécdotas inolvidables. Contaba que en una ocasión, cuando junto a dos amigos fue en bicicleta a la feria de Vícar, tuvo un percance que estuvo a punto de costarle un pie. Estando en un baile dentro de un patio, vieron en un rincón un balón mayúsculo, de los que te invitaban a patearlo. Juan le dijo a sus compañeros: “Ya tenemos pelota” y los invitó a que salieran fueran del recinto para recibir el esférico que él les enviaría desde en interior de un certero chupinazo. Seguro de su fuerza y de su precisión, Juan tomó carrerilla y golpeó el objeto con tantas ganas que acabó desmayándose. El balón, que era una bola de piedra, no se movió de su sitio.



En aquellos años era costumbre, al menos entre los pescadores de Roquetas, que el patrón o el encargado de la barca fuera avisando a los marineros casa por casa cuando tocaba salir a faenar, siempre de noche. El avisador decía: “Vamos con Dios” y los de la casa respondían: “Y con la Virgen del Carmen”. Una noche de invierno, de frío intenso y viento insoportable, Juan y sus amigos decidieron gastarle una broma a los pescadores, haciéndoles acudir al muelle cuando era imposible salir al mar.  Quedaron tan satisfechos de la ocurrencia que unas semanas después volvieron a repetirla, pero en esta ocasión lo estaban esperando. Cuando Juan, en la puerta de una casa, pronunció la frase: “Vamos con Dios”, apareció el mismo diablo con un ‘cayao’ en la mano y de un golpe certero le dislocó el hombro.



Los años de infancia le dejaron los recuerdos más dulces, una felicidad que se truncó pronto, cuando con 18 años de edad movilizaron a la quinta del cuarenta y se lo llevaron al frente de Teruel “donde hacía más frío del mundo”, según contaba Juan Manuel. Allí tuvo que afrontar una doble batalla que se repetía a diario: la de sobrevivir a las bombas y a los disparos del enemigo y la de soportar el hambre, que daba tanto miedo como el silbido de los proyectiles. 



La experiencia vivida en la Guerra Civil no debió dejarle ninguna marca psicológica porque dos años después de venir del frente decidió alistarse en la División Azul. ¿Que podía mover a un joven con toda la vida por delante a meterse en otra guerra? A esta pregunta no supo contestar nunca el propio Juan Manuel. Tal vez fue el espíritu de aventura o quizá el dejarse llevar, como tantos muchachos de su época, por los cantos de sirena que anunciaban una victoria segura.



El uno de julio de 1941 se alistó y el día 17 ya estaba en Baviera, formando parte del primer grupo de voluntarios de la División Azul. Llegaron a su primer destino embriagados por el recibimiento que les daban por donde pasaban. En la localidad de Karlsruhe fueron aclamados por cinco mil personas como si vinieran de ganar la guerra. Durante el primer mes permanecieron en un campamento de Alemania, siendo instruidos para la batalla, hasta que el 20 de agosto les llegó la hora de partir hacia Rusia. La tarde anterior, en un acto litúrgico, juraron lealtad al Führer. 



La noticia de la partida fue recibida con euforia. Tenían ganas de entrar en acción, como si se dirigieran a un triunfo irremediable, ajenos a las sorpresas que se iban a encontrar en la infinita Rusia. La primera sorpresa no tardó en llegar: tuvieron que ir andando, en marchas de cincuenta kilómetros diarios. 


Juan Manuel, como el resto de sus compañeros, muchos de ellos de Almería, no tardaron en comprender que tenían delante a un enemigo del que nadie les había hablado: el frío. Era tan intenso que hacían guardias de cinco minutos porque se hacía imposible resistir a cincuenta grados bajo cero. Orinaban y el chorro se congelaba antes de caer al suelo. 


En el frente ruso, el hijo del carabinero, el muchacho que iba para peluquero en Roquetas, se convirtió en un héroe al salir con vida de aquella encerrona. Fue uno de los doce que se salvó en la emboscada del lago Ilmen, el 25 de enero de 1942. Unos meses después, con las heridas del frío y el hambre y con dos dedos de la mano amputados, regresó cargado de medallas.


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