Crónicas de la Uleila republicana. ¿El adiós de Monteagud?

Aquellas crónicas de pueblo, en la II República, eran la suma de letras del semanario Juventud

Semanario Juventud.
Semanario Juventud. La Voz
Juan Antonio Cortés
20:30 • 21 nov. 2022

1932, 18 de septiembre, Uleila del Campo. Resulta que un joven muy simpático, de estatura “regular”, causó una catástrofe en el alma de una agraciada mujer. Pero había un problema: el muchacho estaba comprometido y las insinuaciones de la señorita no pudieron ser atendidas, de modo que acabó, parafraseando a Bisbal, con el corazón partido. 



Llovió. Llovió el domingo de la feria y los dueños de los puestos de turrones y la juventud entraron en cólera. No así los viejos del pueblo porque, según sus cosas, si llovía antes del 15 de septiembre estaban seguros de que la cosecha debía ser agradecida. Y estaban como locos.  



Aquella tarde dominical se repartieron 100 kilos de pan a los pobres, harina que amasaron María Peña y Enriqueta Fuentes, y sonó la música de Lubrín. No mediaron relaciones, dice el cronista, pese a que las “pollitas en el baile lucieron bellos primores”. Cafés abarrotados y alguna que otra jumera. 



Ajenos todos al ruido de carros, camionetas, coches de “lujo” y diligencias  que subían a Monteagud buscando rendir cuentas a la imagen mariana de Los Filabres, la Virgen de la Cabeza, los pastores del pueblo, que algunos había, madrugaron como siempre para atender el ganado. Las cabras y las ovejas tienen eso: dicen las malas lenguas que todos los días comen.   



A Juan Sáez, que opositó a notario, no le gustaba el pastor. El pastor que, según la tradición, encontró la talla de la Virgen. El artículo ‘El pastor de Lorca y el 14 de abril’ desató no pocos resquemores entre los creyentes del pueblo. Según el autor de aquel atrevido texto, los pastores, como los devotos cristianos, eran primitivos, bobos, rudimentarios, conformistas e ingenuos. Proponía en aquellas líneas el señor Sáez destronar a la Virgen de su ermita y convertirla en un mirador de astronomía, una “colonia libre y montaraz”. La campana debía erigirse en telescopio de grandes “retinas”, porque así se acababa con la herrumbrosa alma española. 



Decía el señor Juan que del pastor, la carrasca y la Virgen nada iba a quedar -años después, durante la guerra incivil, fue calcinada la imagen por no se sabe muy bien quiénes: ¿premonición?- y mostraba su alegría sin tapujos, porque un hombre de la izquierda radical, que así se vendía, no aguantaba las “sartás” de penitentes.



Aquellas crónicas de pueblo, en plena II República, eran la suma de letras del semanario ‘Juventud’, un pintoresco periódico que emprendieron un puñado de entusiastas al precio inicial de 20 céntimos. Era aquel un medio escrito que, tan pronto contaba los nacimientos de la semana, como las excelencias del herrero José A. García Ponce, la quincalla y los paquetes coloniales de El Estanco de Juan Sánchez, una buena prosa rural sobre labradores y Nochebuenas de pan de higo, una nota cómica sin demasiados complejos y una curiosa sección que, con el nombre de ‘Se dice que..’, encarnaba la socarronería más íntima con un aire descarnado que bien podría haber encajado en la mesa de la postverdad del Sálvame



Como extravagante fue la encuesta que el 23 de agosto del 32 hicieron los redactores a decenas de vecinos. El tema, de radiante discusión pública: ¿Qué opina usted del divorcio? “Que estamos en el siglo de los deportes”, dijo Trinidad. Dolores, que “nada bueno”. “Mi criterio (…) es contrario”, contestó Petronila. A lo que Juana asestó: “Está muy bien planteado, pero no el nuevo matrimonio”. Juan, que era de fácil verbo, vino a decir que no había que confundir la libertad del amor con el amor libre. Y un tal Ángel, que se sabía leído por su mujer, defendía su existencia, aunque “por lejos estoy de su uso”. Francisco, que divorcio nada. Y Pedro, que perfecto, “que esta noche aquí… y mañana allí”.  


Uleila es una mañana de viernes. Siempre fue así. Arriba, en la plaza de la Iglesia, en el viejo mercado de abastos donde las sardinas secas hermoseaban en su redondeado rosco. Y abajo, en la plaza de los olmos, en cuyas esquinas brotaban marchantes cafeteros y las gentes de los cortijos   hacían la compra de la semana. Arriba o abajo, el mercado era una fiesta de ganados y papas, licores y amenos encuentros. Se subastaban paños y quincallería. Pronto se vendían los cerdos. Y las caballerías. A veces las reses eran de deshecho. Solo a veces. 


Aquel año hubo fiestas los días 10, 11 y 12 de septiembre. Como han leído, llovió. Y como alguien quiso aclarar, ningún amor surgió. Luego llegó el otoño, campos yermos y almendros secos, olivos sedientos y ribazos sin caracoles. Llovía poco entonces, mal de labradores. También, entonces. 


Como decía Paquito en el semanario, con su rima a cuestas de poeta filabreño: 


Y cuando la fiesta pase, 

con el humor apurado,

vuelta a la vida de antes,

sin pesetas y amargados.


Hace 90 años de aquella locura periodística del vecino Juan Martínez y otros que, como él, jugaban a ser como Larra. Uleila ahora tiene perfiles de Facebook. Allí escriben los que siguen soñando con septiembre y con la Virgen, y aquellos que se fueron a Argentina, Alemania o Cataluña porque la alacena estaba vacía. 


Monteagud, un siglo después, sigue en pie. Nadie puso el telescopio ni se fundió la campana. La Virgen, la imagen nueva que vino tras la quema intencionada, sigue en la sierra. Todo pasa. Y todo queda. 



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