El portal de las novelas y la barbería

Detrás del cuartel había un puesto donde se intercambiaban y alquilaban tebeos y novelas

El tío Ramón y José Sánchez del Águila con un grupo de \'parroquianos\'
El tío Ramón y José Sánchez del Águila con un grupo de \'parroquianos\' La Voz
Eduardo de Vicente
23:25 • 07 dic. 2022

Había quien se ganaba el sueldo de un día vendiendo chumbos con un cubo por las calles: “Al rico chumbo, pelado y sin espinas”, gritaba. Había quien recorría los barrios con un cargamento de molinillos de papel de los que movía el movimiento, que eran la ilusión de los niños; había quien hacía muñecos de alambre para ganarse el sustento y había quien se colocaba en la puerta de los bares con una talega de tabaco de contrabando y de cigarrillos sueltos.



Había que sobrevivir, salir adelante, ir tirando, en una época en la que la gente se ganaba la vida de cualquier forma, con los negocios más sencillos que uno pudiera imaginar: voceando golosinas con un carrillo frente a un colegio, con un puesto de chufas y cacahuetes o vendiendo y alquilando novelas en un modesto portal que con cuatro colgaduras se transformaba en un comercio.



Las suya era una lucha inmediata por la subsistencia, ganar lo suficiente para poder comer ese día. El futuro no existía para estos mercaderes de esquinas y aceras que se comieron el pan de su vejez con los cuatro cuartos que le dejaban los niños. 



Cerca del cuartel de los soldados tenía su puesto el tío Ramón, que en los años cincuenta formaba parte del paisaje del barrio, como José Sánchez del Águila, el barbero de la calle San Juan, como Andrés Marín, que regentaba una tienda de comestibles con un mostrador secundario para la venta de los retales que traía de los almacenes de Marín Rosa.



El tío Ramón vendía caramelos y se dedicaba también a comerciar con las novelas y los tebeos de segunda mano. Este tipo de negocio floreció por los barrios de la ciudad en un tiempo en el que los jóvenes no tenían recursos para ir a un kiosco y comprarse la última aventura de el Capitán Trueno o los amores de Corín Tellado. El portal de una vivienda era suficiente a veces para instalar este tipo de  pequeños comercios que no necesitaban más tramoya que unas cajas de madera para montar el mostrador y una cuerda con alfileres  para colgar la mercancía. 



El tío Ramón ocupaba un puesto estratégico, en un barrio lleno de niños y adolescentes que eran buenos clientes, y enfrente del cuartel de la Misericordia, de donde le llegaban los soldados que para espantar el aburrimiento de las horas perdidas se refugiaban en los tebeos y en las novelas que por unos céntimos les alquilaba el humilde librero. El tío Ramón no tenía días de descanso y sus jornadas se prolongaban hasta que la noche apagaba la vida del barrio. Los sábados por la tarde era el día de mayor venta porque no había que ir al colegio y los niños cobraban la pequeña paga que los padres les otorgaban cuando llegaba el fin de semana, lo justo para alquilar un tebeo, comprarse unas golosinas y a veces para poder ir al cine.



En la Carretera de Málaga hubo otro  local muy famoso que fue el bazar de intercambio de novelas y tebeos del barrio de La Chanca. Lo puso Luis Barranco y tuvo mucho éxito gracias a la buena clientela que tenía con los hombres de la mar. Cada vez que tenían que embarcarse para pasar varias semanas fuera, solían pasarse por el puesto de Luis Barranco para llevarse una remesa de novelas de Marcial Lafuente Estefanía, que fueron el entretenimiento de los marinos en las horas de descanso. 



En la calle de Arráez, en una pequeña plazuela que había frente al colegio de don Jacinto, estaba el kiosco de Manuel. Aprovechó la esquina que formaban dos fachadas para utilizarlas como paredes y con tres maderas montó una garita que durante más de una década sobrevivió gracias a los niños de la Escuela Aneja y a los de los Flechas Navales, que compartían la misma calle. 


El puesto no tenía más de tres metros, pero impresionaba ver como en un espacio tan reducido era posible colocar tanto género. Todo se amontonaba en aquel mágico templete: los tarros de cristal donde guardaba las bolas de chicle y los caramelillos de nata; la vasija de las barras de regaliz y aquellos palos de caramelo que venían envueltos en papel de celofán que terminaban convertidos en lanzas puntiagudas a fuerza de tanto chuparlos. De una pared a otro del kiosco, el bueno de Manuel colocaba varias cuerdas donde iba colgando las novelas y los tebeos más atractivos, siempre a la vista de los niños.


Manuel hacía vida dentro del kiosco. Allí comía y allí se pasaba la noche, sin otra luz que las tímidas llamas que le daban las mariposas, aquellas pequeñas mechas flotantes que se encendían sobre un recipiente lleno de aceite. Cuando los comercios de la manzana se cerraban, cuando ya no quedaban niños en sus colegios ni gente por las aceras, la luz del kiosco de Manuel era la única señal de vida en la calle. 


Por aquella época abrieron en la calle del Regimiento de la Corona, detrás de la Plaza de Pavía, el negocio de alquiler de novelas, tebeos y revistas más amplio que se recuerda en aquella época. En los primeros años de la Transición su dueño aprovechó del tirón de las revistas Lib para hacer negocio. Fue la publicación erótica más importante de la época desde que apareció en el mercado en 1976. 


Las pandillas de amigos, que ya no se conformaban con los tebeos,  juntaban diez pesetas, que era el precio que costaba el alquiler por un día de aquella publicación, tiempo suficiente para que sus desnudos pasaran por las manos de todos los jóvenes.  


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