Ya no quedan hippys como Pepe Ibarra

Pasó de los colegios de monjas y de curas a convertirse en el hippy oficial de Almería

Pepe Ibarra se atrevía a todo, hasta a posar desnudo, lo que no le costaba un gran esfuerzo ya que iba por la vida en pantalón corto.
Pepe Ibarra se atrevía a todo, hasta a posar desnudo, lo que no le costaba un gran esfuerzo ya que iba por la vida en pantalón corto.
Eduardo de Vicente
09:00 • 24 feb. 2023

Las tiendas de moda y las grandes marcas no tenían nada que hacer con personajes como Pepe Ibarra. Su moda la marcaba él y no se alimentaba de los escaparates luminosos de la Sirena ni de Marín Rosa. Iba a la moda antediluviana, a la moda del primer hombre sobre la faz de la tierra. Era lo más parecido al Adán de la Biblia que llegamos a conocer, siempre medio desnudo y siempre mordiendo la manzana prohibida.



Era un revolucionario pacífico y sigue siéndolo, el eterno profanador de las normas, el novio que ninguna madre hubiera querido para su hija, el amigo que todos hubiéramos querido tener.



Para los adolescentes de la Transición, Pepe Ibarra fue nuestro hippy de cabecera, como aquellos otros que veíamos en la isla de Ibiza en los reportajes de Informe Semanal, pero más cercano y mucho más natural, sin los artificios del rock y las drogas. 



Pepe Ibarra era el héroe que se atrevía a ir por la acera  del Paseo a las doce de la mañana con el torso desnudo, en pantalón corto y sandalias y con unas melenas de Robinsón, desafiando inviernos y sin importarle un rábano las miradas de la gente ni los comentarios de los que diagnosticaban que había perdido la cabeza.



Tal vez escogió el oficio de hippy en un acto de rebelión por la mala experiencia vivida en su etapa escolar, cuando las monjas de las Jesuitinas trataban de ridiculizarlo ante los demás compañeros poniéndole un lazo de niña en la cabeza cada vez que hacía alguna trastada, cosa que ocurría todos los días. Después atravesó el desierto de La Salle y del Diocesano, dos colegios con mano dura y de disciplina estricta en los que no pudieron frenar su profunda  vocación de hombre libre. Uno de los profesores más temidos de aquel tiempo, al que los alumnos conocían con el apodo de ‘el Moro’, le dio una vez una bofetada y a cambio, él le respondió rompiendo la cerradura de la puerta del colegio.



Pasó por el instituto Celia Viñas y se tuvo que ir a hacer Sexto y Preu a los temidos Escolapios de Granada, donde consiguió aprobar gracias a una novia que le daba buenas consejos. Una de sus grandes virtudes fue superar el largo y pesado Bachillerato copiándose, lo que no era fácil entonces. 



En su constante peregrinar estudiantil pasó por Valencia, donde hizo un año de Arquitectura y por Málaga para hacerse ingeniero técnico, ambos intentos sin éxito alguno. Harto ya de estar harto de los estudios, y de darle disgustos a sus padres, decidió regresar a Almería y matricularse en la Escuela de Turismo, que estaba recién inaugurada. Hizo los tres años de rigor y se colocó de auxiliar administrativo en el aeropuerto, un trabajo perfecto para su manera de entender la vida, ya que trabajaba sólo los seis meses de buen tiempo y los otros seis vivía en libertad absoluta por las cuevas y las calas, entre Mónsul y los Genoveses. Allí se sentía el ser más feliz de la tierra, mano a mano con la naturaleza, sin agenda, sin otra medida del tiempo que la que le marcaban el sol y la luna. 



Cuando se  quedó sin trabajo y sin el dinero que tenía ahorrado al perderlo en un mal negocio inmobiliario, se  puso a limpiar playas y a dar clases de yoga que le permitían el sustento diario. A partir de ese momento cambió su vida. Fue en 1975, con 27 años, cuando le dio la vena mística y cuando apareció ese personaje de grandes melenas y torso desnudo que tanto nos impresionaba a los niños de entonces. 


Todo ocurrió en una noche de cielo limpio y silencios, sentado frente al mar, cuando se hizo una pregunta que sólo él, en la soledad de la playa, podía contestarla: “Yo quiero ser bueno, yo quiero ser útil. ¿Qué debo hacer?”. 


Fue en aquella noche de verano de 1975, frente al mar, cuando Pepe Ibarra encontró su verdadero camino. Se preguntaba qué tenía que hacer para ser mejor, y mientras meditaba encontró la respuesta en el cielo. Miraba la arena, miraba al mar, y cuando levantó la vista vio caer una estrella fugaz. Al rato, volvió a elevar la mirada y volvió a cruzarse con otra estrella que surcaba el firmamento, y así hasta tres veces seguidas, lo que le llevó a pensar que aquello no era un capricho de la naturaleza, sino señales que alguien, allí arriba, le estaba enviando.


Cuando se levantó de la arena sintió que todo había cambiado y que su cuerpo y su alma se inundaban de amor con cada detalle que le regalaba la naturaleza. Decidió entonces que tenía que ser un “animalito más” y que para confirmar su relación con la naturaleza lo mejor era andar medio desnudo por el mundo  sin temor a las miradas ajenas. En Berja, el pueblo de  su padre, no tardó en correr la noticia y en seguida acuñaron una frase se que hizo célebre: “El niño de Pepe Mariano se ha quedado loco”. 



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