El guarda de los urinarios públicos

Vigilaba para espantar a los mirones y velaba para que el váter estuviera limpio

Los urinarios públicos del Barrio Alto, con la habitación del guarda colocada de forma estratégica entre el váter de hombres y el de mujeres.
Los urinarios públicos del Barrio Alto, con la habitación del guarda colocada de forma estratégica entre el váter de hombres y el de mujeres. La Voz
Eduardo de Vicente
20:31 • 05 mar. 2024

En la Plaza de la Mula, en pleno corazón del Barrio Alto, detrás de la tapia de la terraza del cine Oriente, el ayuntamiento habilitó un urinario público para que los vecinos que no tenían váter en sus casas pudieran ir a hacer sus necesidades y para que los niños, tan aficionados a mearse en cualquier esquina, contribuyeran también al saneamiento del barrio.



Ya no se ven niños orinando en un rincón porque apenas se ven niños sueltos por las calles y porque como salen con las horas contadas no sienten la necesidad de descargar sus vejigas en cualquier parte como nos ocurría a los niños de antes, que preferíamos evacuar a la intemperie antes de tener que volver a nuestras casas por temor a que no nos dejaran salir de nuevo.



Los urinarios públicos del Barrio Alto ocupaban una vivienda con tres habitaciones, cada una con su puerta reglamentaria. En un cuarto estaba el váter de los hombres, separado de forma estratégica del aseo femenino por un aposento destinado al guarda. Era fundamental que el aseo masculino y el femenino no se comunicaran para evitar así el trabajo clandestino de los mirones, que siempre estaban al acecho, unas veces debajo del puente de la Rambla para ver pasar a las niñas hacia el instituto, otras rondando las casetas de baño de la playa o revoloteando por los baños públicos a ver si podían ver algo. Tenían un instinto especial para encontrar cualquier agujero, por diminuto que fuera, para meter la mirada por el hueco más insospechado buscando el placer de lo prohibido.



Los urinarios de la Plaza de la Mula, que estuvieron funcionando hasta los primeros años setenta, tenían su guarda reglamentario, que vigilaba para espantar a los mirones y velaba para que el váter estuviera limpio, lo que no resultaba una tarea fácil, ya que siempre había algún vecino que dejaba la taza empantanada o se meaba fuera. 



El barrio de la Chanca también tuvo su urinarios reglamentarios. Como ocurría en el Barrio Alto, había muchos vecinos que no tenían aseo en sus viviendas y tenían que salir a hacer sus necesidades en  cualquier recoveco del cerro. En la zona de la Huerta de la Salud, en se tramo fronterizo que separaba la Chanca de la Joya, se habilitaron dos urinarios separados por sexos bajo la tutela de una mujer, Rosa, conocida en todo el vecindario por el apodo de ‘la chata de los váteres’. 



Rosa limpiaba los aseos, vigilaba mientras las mujeres hacían sus necesidades y se ganaba unos cuartos con la generosidad de los usuarios. Ella vendía trozos de papel para limpiarse y aceptaba las propinas como una bendición del cielo. Siempre andaba con la escoba y el cubo de agua en las manos, fregando de rodillas en suelo, tratando de sacarle el blanco al inodoro aunque pareciera imposible, aunque en cada intento se dejara la piel de aquellas manos en las que se había instalado para siempre el olor a lejía.



Los aseos de barrio fueron los últimos rescoldos de urinarios públicos que estuvieron vigentes en Almería una vez que desaparecieron de la circulación los solemnes evacuatorios del centro de la ciudad. 



Los más veteranos todavía se acuerdan del evacuatorio del Paseo, conocido también como el de la Plaza del Educador, o el de Correos, que se hizo muy célebre en la ciudad en los años de la posguerra. Los muchachos de aquella época, con una buena dosis de ironía, bautizaron ese rincón de la  ciudad con el nombre del Palacio de los Pitos porque allí coincidían el templete conocido como kiosco de la música donde tocaba la banda municipal, con el distinguido evacuatorio subterráneo: arriba los pitos de los músicos, y abajo los de los usuarios que entraban en el urinario para hacer sus necesidades


No fue el único evacuatorio subterráneo que hubo en la ciudad. Hubo otro  en la Puerta de Purchena, que sirvió de refugio durante los días de la guerra civil, y otro de similares características en el centro de la Plaza Vieja.


Fue en esta época moderna, años sesenta y setenta, cuando los urinarios de calle se quedaron como la estampa de un tiempo pasado. A medida de que la ciudad fue creciendo y cambiando su fisonomía urbana, desaparecieron los retretes que aún sobrevivían en sitios estratégicos como la Plaza del Ayuntamiento, la Plaza Circular, la Plaza del Educador, la Puerta de Purchena y la explanada del puerto y solo quedaron los humildes urinarios de barrio.


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