Regiones y su cura seductor

En 1955 llegó a la parroquia de San Isidro un cura de los considerados guapos de verdad

La iglesia de Regiones Devastadas cuando se estaba terminando su construcción.
La iglesia de Regiones Devastadas cuando se estaba terminando su construcción. La Voz
Eduardo de Vicente
22:39 • 06 mar. 2024

Unas semanas antes de la Navidad de 1945, los obreros ultimaban los trabajos para rematar las obras de la iglesia del barrio de Regiones Devastadas. Hacía más de un año que habían llegado los nuevos vecinos para habitar las casas sociales de aquel poblado junto al Camino de Ronda, pero faltaba lo más importante, el templo que aglutinara la espiritualidad del barrio y guiara el camino de sus feligreses.



La iglesia de Regiones, dedicada a San Isidro Labrador, fue el refugio no solo de los creyentes, sino también de los vecinos que acudían en busca del cura cada vez que tenían que resolver un problema: la carta del ayuntamiento que nadie entendía y que el sacerdote se encargaba de traducir; el problema de una familia que no sabía cómo afrontar el embarazo de la hija que estaba sin casar...



Durante más de cuarenta años el cura de Regiones fue don José Burlo, que desembarcó en la parroquia siendo un joven treintañero con un poder de atracción que cautiva, un cura de los considerados guapos de verdad, tan aseado, con ese don de palabra que te dejaba con la boca abierta y con una dosis de ambigüedad que lo colocaba a mitad de camino entre el cielo y el infierno.



Cuando don José Burló reinaba en Regiones no había un solo vecino en un kilómetro a la redonda que no lo conociera. A finales de los años cincuenta un inquilino del barrio podía ignorar quién era el alcalde de la ciudad, pero no cómo se llamaba aquel personaje de ojos claros y rasgos de actor de cine que estaba presente hasta en los detalles más pequeños de la vida de la gente. Era cura, alcalde, médico, abogado, mecánico, porque sus parroquianos se lo exigían. Cada vez  que alguien tenía que hacer una consulta médica, antes de acudir a un doctor le preguntaba al sacerdote; si surgía un problema familiar grave o un conflicto con un vecino en vez de ir a un abogado le preguntaban a don José su opinión; si la  niña de la casa parecía preocupada y había perdido el apetito de repente y presentaba todos los síntomas del mal de amores, allí iba la madre camino de la iglesia para que el párroco le diera una solución. Cuando en los años sesenta llegaron los primeros televisores al barrio y eran frecuentes las averías, la primera  opinión de la gente se la pedían al cura, que según se decía era un sabio de los que sabían hasta “el Latín”.



El confesionario de la iglesia de Regiones era entonces un lugar de encuentro. Cuando una feligresa se arrodillaba en el reclinatorio acababa hablándole de todo al cura menos de sus pecados y más de una vez se llegó a formar una cola delante del ‘locutorio’. Decían que era un cura cercano, y que además de ser un superdotado de la oratoria era un tipo atractivo, de los que cautivaban con una mirada. 



Su palabra calaba hondo y cada vez que hablaba sentaba cátedra. De él se decía que era tan listo que había leído el Quijote cinco veces y que cuando lo llamaban de algún pueblo a predicarle al patrón para las fiestas, sus discursos eran tan brillantes que nadie podía imaginar que lo había ido improvisando unos minutos antes  en el coche durante el trayecto. 



Don José Burló llegó a convertirse en el centinela del barrio. Como vivía en la misma parroquia, donde compartió los primeros años con su madre, doña Pascuala, siempre estaba a mano para los vecinos. Más de una vez fueron a llamarlo de madrugada para que le diera el sacramento del bautizo a un niño recién nacido que estaba en el lecho de muerte. 



Compartió la rectoría de la iglesia con don Juan Requena, el coadjutor, y con un perro de raza pastor alemán al que le puso el nombre de Ulises, en homenaje al personaje de La Odisea de Homero, otro de sus libros de cabecera. Del perro se decía que era un santo, que de estar tanto tiempo metido en la iglesia oliendo el incienso y escuchando predicar, había adquirido un aire místico que sacaba a relucir cada vez que el cura le preguntaba dónde estaba Dios. Cuando escuchaba la frase, el animal se levantaba a dos patas y se ponía a ladrar mirando al cielo. Otras veces le preguntaba: “Dicen los comunistas que no hay Dios”. “¿Tú que dices?”, y el perro volvía a repetir la respuesta.


En los buenos tiempos de don José Burló, cuando todo el barrio acudía a misa los sábados y los domingos, cuando todos los niños hacían la Primera Comunión y cuando todos los novios se casaban por la Iglesia, el cura fue el personaje más importante del barrio, llegando a mediar para que muchos padres de familia pudieran tener un puesto de trabajo.


Temas relacionados

para ti

en destaque