Las mujeres que nunca descansaban

Las madres de mi barrio, las de mi niñez, se pasaban la vida trabajando en sus casas

Dolores Fernández, una de las mujeres obreras que iban por las calles de Almería vendiendo pescado en 1960.
Dolores Fernández, una de las mujeres obreras que iban por las calles de Almería vendiendo pescado en 1960. Fausto Romero-Miura
Eduardo de Vicente
21:38 • 07 mar. 2024

Cuando oigo hablar del día de la mujer me acuerdo siempre de Dolores, la vendedora de pescado a la que nunca vi sonreír. Aunque le quitaran el género de las manos, aunque se fuera a su casa con los bolsillos del mandil cargados de monedas, por mucho que brillara el sol, jamás se le escapó una sonrisa como si una pena oculta le encogiera el alma.



Dolores pertenecía al gremio de las sufridas vendedoras ambulantes que le daban la vuelta a la ciudad con dos cestas de mimbre colgadas de los brazos. La presencia de las cesteras en nuestras calles se prolongó durante décadas, y los que éramos niños en los años setenta, todavía las recordamos con aquellas cestas tapadas por una tela de saco, paradas sobre la acera mientras las clientas se arremolinaban alrededor de la mercancía. A nuestros ojos, aquellas mujeres nos parecían mayores, casi viejas, porque iban vestidas con ropa negra en señal de algún duelo y llevaban marcadas sobre la frente las señales que deja el trabajo sin descanso y la vida dura. Por eso nos parecían ancianas aunque la mayoría de ellas no tenía más de cincuenta años.



Entre aquellas mujeres que se ganaban la vida callejeando, voceando su mercancía de puerta en puerta, de esquina en esquina, la más conocida por el tiempo que estuvo en activo y por sus maneras tan nobles de entender la profesión, fue ella, Dolores Fernández Pastor, que con su estampa de mujer antigua, siempre vestida de negro, y sus dos cestas cargadas sobre los antebrazos, formó parte de nuestra infancia. 



Por el barrio de la Almedina solía pasar temprano, sobre las nueve de la mañana, a esa hora en la que los niños nos cruzábamos con ella de camino al colegio. Aquella mujer incombustible y trabajadora, que sacó a su familia adelante sin tomarse un solo día de descanso, tuvo un final trágico que dejó huella en toda la ciudad. La mañana del seis de enero de 1993, cuando caminaba por la acera de la Carretera de Málaga, a la altura de la iglesia de San Roque en compañía de su hija, un coche que circulaba a gran velocidad se salió de la carretera y se las llevó por delante. Las dos murieron en el acto cuando se dirigían al cementerio a poner flores en la tumba de un hijo.



Cuando oigo hablar del día de la mujer me acuerdo de Dolores la del pescado y también de Gloria Sevilla, aquella obrera incansable que fue comadrona de su tiempo. En sus manos conservaba la huella de la vida, el corazón de un barrio. En cada arruga se reflejaba un parto, un nuevo niño venido al mundo cuando no existía otra garantía que la habilidad de la comadrona para que saliera intacto del útero de la madre. Era difícil encontrar una familia desde la calle de la Reina hasta La Chanca, que no hubiera sido asistida alguna vez por Gloria Sevilla. Allí iba ella, corriendo como un galgo, subiendo las cuestas empinadas como si estuviera volando, sabiendo que de sus piernas y de sus manos dependía la vida de un niño y de una madre.  Siempre dispuesta a acudir al auxilio de quien la necesitaba, su casa siempre estuvo abierta y su voluntad al servicio de la gente que tocaba a su puerta. Ella no recordaba a todos los que había traído al mundo, pero a veces, cuando iba caminando por la calle, alguien la paraba y le preguntaba: ¿No me reconoce?



Cuando oigo hablar del día de la mujer me vienen a la memoria todas aquellas madres de mi barrio que se pasaron la vida trabajando sin un día de descanso en el más profundo anonimato. Eran malabaristas del tiempo, capaces de estirar las horas como si fueran de goma. Eran inmortales porque no tenían ni derecho ni tiempo para ponerse enfermas: si les rozaba una gripe disimulaban porque tenían que seguir de pie para sacar a sus hijos adelante, para tener la comida preparada cuando salieran del colegio y vinieran los maridos a comer.  Si ellas caían, si una mañana no se podían levantar de la cama, la vida se detenía por completo en las casas y hasta los objetos más sencillos como una cuchara, un trapo o la mesa de la cocina, se quedaban huérfanos como almas errantes. 



Cuando oigo hablar del día de la mujer me acuerdo de todas aquellas madres que como la mía, no se sentaban a almorzar hasta que no terminaban sus hijos, siempre alerta por si faltaba algo, siempre batallando para que dejáramos los platos vacíos. Las veo arrodilladas en el suelo, sacándole brillo a las losas; las veo a los pies de la cama del hijo enfermo, poniéndole la mano en la frente para medir la fiebre dispuestas a pasar una noche en vela; las veo frotando la ropa sucia en la pila de piedra del patio con los vestidos empapados y las manos arrugadas, cantando una copla de las que sonaban en la radio.




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