Los que se criaron sin televisión

Los niños de los 50 aprendían en la calle y soñaban en el patio de butacas del cine Hesperia

Un grupo de adolescentes a finales de los años 50 en el campo de fútbol de los Arcos, junto a la estación.
Un grupo de adolescentes a finales de los años 50 en el campo de fútbol de los Arcos, junto a la estación. La Voz
Eduardo de Vicente
20:14 • 17 mar. 2024

Aquellos jóvenes no eran delicados, habían vivido en sus casas lo que era compartir la cama con un hermano y lavarse una vez a la semana en la pila del patio con los cazos de agua que se calentaban en la lumbre, casi siempre los sábados por la tarde o los domingos por la mañana cuando tocaba vestirse con la ropa de los días de fiesta.



Sabían lo que costaba ganarse la vida, el valor de una olla de comida, el sudor del padre, el sacrificio de la madre para estirar el dinero hasta final de mes, la necesidad de estudiar sin perder un año o de ponerse a aprender un oficio cuando aún no habían empezado a rozar la adolescencia. 



Venían de las estrecheces de la posguerra, de los días de escasez en los que en las casas no se tiraba nada y los niños se educaban en la disciplina de la austeridad, cuando un trozo de pan y chocolate era un privilegio, cuando el olor a mantequilla era el perfume que inundaba las calles a la hora de la merienda, cuando aún se criaban conejos y cerdos en las casas y se hacían matanzas para el invierno, cuando la ropa formaba parte de la familia y se iba heredando de un hermano a otro, remendada, descolorida, usada. Muchos venían del hambre de sus casas, de ese hambre insaciable que marcó a varias generaciones de niños, que aunque no llegaron a pasar las mismas necesidades que sus padres, llevaron colgado para siempre el estigma del hambre como una herencia, como una forma de entender la vida. 



Fueron la generación que nació alrededor de 1950, los últimos que conocieron las restricciones de luz, los que aprendieron a leer y a escribir en aquellas escuelas de pago que surgieron por todos los barrios como flores de un tiempo; colegios grises y húmedos donde los maestros utilizaban los castigos con las palmetas de madera como recurso pedagógico; colegios de oscuros retretes y cuarto de las ratas donde los desobedientes pagaban la condena de su eterna indisciplina.  Fueron los de las clases particulares, los que sufrieron la vara de don José ‘el aceitero’, aquel profesor que desenfundaba el palo como un espadachín y te daba un tortazo por un quítame esas pajas.



Fueron los últimos que cantaron el ‘Cara al sol’ antes de salir de clase, los del fútbol callejero, las canicas y los trompos, los que se pasaron la infancia con las rodillas hincadas en la tierra y las piernas llenas de heridas. “Niño, no te arranques la concha que te sale sangre y luego se te infecta”, les advertían las madres. 



Ellos fueron hijos de la calle y del arrabal  cuando en cualquier calle surgía un club de fútbol, sin más equipaje que las camisetas que se iban comprando con el dinero ahorrado. Porque si a algo los enseñaron sus padres fue a ahorrar, a inculcarles desde niños que todo había que conseguirlo a base de esfuerzo, y que cualquier detalle, por pequeño que fuera, podía ser  un regalo extraordinario si se sabía valorar. 



Esta forma de entender la vida les sirvió a aquella generación para disfrutar de las pequeñas cosas, para considerar que un modesto balón de cuero era un auténtico tesoro, y había que cuidarlo a base de grasa de caballo para que las costuras no se rompieran antes de tiempo. Cuánto costaba entonces reunir once camisetas para formar un equipo. Cuando se conseguía la ropa, las madres se encargaban de pegarles el escudo y el número; entonces no había un escenario decente donde jugar pero toda la ciudad te invitaba al juego. Los descampados, por humildes que fueran, por muchas piedras que tuvieran,  se llenaban de equipillos que se desafiaban los unos a los otros en torneos interminables. De vez en cuando, el Frente de Juventudes organizaba campeonatos que se celebraban en las instalaciones sindicales, que fue el humilde recinto que se construyó sobre lo que había sido el popular campo del Gas, frente a la playa de las Almadrabillas. 



Otras veces encontraban refugio en la estepa que se extendía desde la estación del tren a los pies de puente de los Arcos y allí jugaban como si estuvieran en el Maracaná, a riesgo de terminar con las caras oscuras del polvo del mineral que llevaban los trenes y que inundaban todos aquellos paisajes.


Aquellos niños fueron la generación de las bicicletas con el cuadro cerrado y el sillín de madera, bicicletas que pasaban del padre a los hijos y que tenían que durar toda la vida porque tener una en la casa era un lujo.


Fueron la generación de los niños que crecieron sin la televisión, los lo que aprendían casi todo en la calle, los que soñaban en el patio de butacas del cine Hesperia los domingos por la tarde, los niños de la carta a los Reyes Magos y  los juguetes soñados frente al escaparate de Almacenes El Águila. Los niños del cincuenta  vieron pasar los trenes de cuerda y cómo llegó la moda de los trenes eléctricos que parecían de verdad. Aquellos vagones y los fuertes de madera se convirtieron en el juguete de toda una generación.



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