El taller donde todo se arreglaba

En plena posguerra, el maestro Carmona abrió una hojalatería en el Lugarico

Luis Carmona en el segundo taller que tuvo, en la calle Séneca,  arreglando una estufa de butano.
Luis Carmona en el segundo taller que tuvo, en la calle Séneca, arreglando una estufa de butano. La Voz
Eduardo de Vicente
09:49 • 25 mar. 2024

El Lugarico estaba formado por un laberinto de casas y callejones que se derramaban desde la Plaza de Bendicho hasta la calle Real. Era un pequeño islote que conservaba el aspecto de esos barrios antiguos, estrechos y húmedos de las ciudades portuarias, donde uno podía encontrar desde una bodega barata, varada en el tiempo, hasta una casa de citas escondida entre las viviendas de las mujeres decentes. 



Por aquellos adarves se mezclaba la gente en los años de la posguerra, hacinada en viviendas de dos habitaciones, tratando de respirar en aquellas callejuelas sombrías en las que apenas había espacio para que entrara el aire. En el verano de 1941 el ayuntamiento ordenó la demolición de varias casas de la zona por considerarlas insalubres y al anchurón que quedó en medio lo bautizaron con el nombre de Plaza de el Lugarico. El derribo cambió por completo la fisonomía del lugar, que ganó en espacio y en claridad, pero perdió su personalidad de barrio antiguo, de  suburbio donde la vida se desbordaba como un río por su entramado de resquicios, ventanas y azoteas. 



Allí se instaló, en 1945, Luis Carmona Ruiz. Alquiló un portal y se puso a fabricar cacharros de lata. Era una hojalatería con vocación de taller, donde el maestro ponía en practica su destreza con las manos creando utensilios y reparando todo tipo de objetos. De una humilde lata de leche condensada era capaz de crear un vaso con todo lujo de detalles. En aquellos tiempos nada se tiraba y si una sartén o una cazuela se agujereaba de tanto usarla, se llevaba a que la  ‘remendaran’ para que siguiera siendo útil, por lo que nunca le faltaba el trabajo, siempre había algún arreglo que hacer.



De Luis se decía que era el más ‘apañao’ del mundo porque lo mismo te arreglaba un grifo que le devolvía la vida a un viejo calentador. Su especialidad fueron aquellas estufas que se fabricaban con pequeñas bombonas de butano, que se pusieron de moda en los años sesenta. Se colocaban debajo de las mesas de camilla y cuando se averiaban perfumaban de gas toda la habitación.



Las mujeres del barrio lo buscaban cada vez que se le descolgaba un mueble, se le estropeaba la cerradura o se le atrancaba el fregadero. Como era un hombre servicial,  era incapaz de rechazar una chapuza, aunque supiera que le iba a dejar escasos beneficios económicos. “Hay que estar bien con todo el mundo”, solía decir.



En los años sesenta trasladó la fontanería unos metros más abajo, a un local que se había quedado libre en la esquina de la calle Real con la calle Séneca, un rincón donde tenía más espacio y más presencia, al tratarse de una de las calles más transitadas de la ciudad.



Luis Carmona tenía el don de la habilidad y una inagotable capacidad de trabajo que le permitía vivir en un estado permanente de vigilia. Siempre estaba disponible aunque el taller estuviera cerrado. No tenía horario ni festivos. Como vivía a unos metros del taller, los clientes iban a tocarle a la puerta de la casa si se presentaba alguna emergencia.



Durante una temporada, se pasó las noches de guardia en el bar Alcázar, pendiente de la máquina del café que se averiaba constantemente.


En sus ratos de ocio, que eran pocos, le gustaba meterse en el bar Real, que estaba enfrente del taller, y disfrutar de las tapas de almejas que le ponía Antonio Miranda, dueño del local y uno de sus grandes amigos. Algún fin de semana, ambos compartieron el refugio que el fontanero tenía en un cortijo de Tabernas, donde acudía para quitarse el cansancio después de una dura semana de trabajo. 


Luis Carmona tenía una extensa clientela y le trabajaba a los bares más importantes del centro. Solía ir mucho por ‘Casa Juan’, aunque sólo fuera a hablar un rato con Juan Navarro, el fundador del negocio, el hostelero que puso de moda en La Almedina los churros madrileños. Durante décadas, la calle y sus alrededores llevaron impregnado ese profundo olor que soltaba la masa cuando caía en el aceite hirviendo.


Otras veces el lugar de tertulia era su taller. Una estampa habitual era la del fontanero concentrado en su trabajo y rodeado de amigos que se acercaban para darle conversación. Parecía imposible que en aquel antro, donde apenas había un hueco para poner un martillo, pudieran meterse tantos vecinos desocupados. Pero a Luis le gustaba la compañía y no se distraía de su trabajo. 


Acostumbrado a estar siempre rodeado de gente, Luis era un buen conversador. Le gustaba hablar de sus comienzos resucitando cazuelas y de las anécdotas que le habían sucedido a lo largo de su carrera profesional. 


El taller de Luis Carmona Ruiz le daba vida a la esquina de la calle Real. A cualquier hora que uno pasara sabía que la puerta iba a estar abierta, y dentro, el incombustible artesano buceando con sus gafas en las profundidades de una estufa.


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