Las familias que se iban del barrio

Cada casa que se quedaba vacía era una herida abierta en la vida del barrio

Calle Descanso, del barrio de la Almedina.
Calle Descanso, del barrio de la Almedina. La Voz
Eduardo de Vicente
19:50 • 31 mar. 2024

Una mañana, al volver del colegio, nos encontrábamos con un camión de mudanzas cargando los muebles de una familia del barrio. Su presencia era el cruel presagio de un adiós, el anuncio de una ausencia que nos iba dejando un vacío  en el corazón a medida que los operarios iban subiendo los enseres al coche: las camas, la televisión y aquella bicicleta que tantas veces habíamos compartido los amigos del barrio y que ya no volveríamos a montar jamás.



Un hálito de duelo que cortaba el aire recorría la calle de puerta en puerta cuando alguien se iba del barrio. Los niños perdíamos la amistad de los amigos que se marchaban y los mayores a aquellos vecinos con los que tantos sueños habían compartido.



Esa sensación de tristeza te dejaba un nudo en la garganta cuando llegaba el momento de la despedida, cuando las vecinas salían a decirle adiós a los que se marchaban, cuando entre los rescoldos de los últimos abrazos se escuchaba a alguien decir: “No nos olvidéis”.



Fueron muchas las familias que tuvieron que hacer el equipaje y dejar sus casas de toda la vida para intentar mejorar. Unas se fueron lejos, siguiendo el camino de la emigración, buscando en Francia y Alemania ese sueldo que les permitiera progresar de verdad y ahorrar para comprarse un piso nuevo y volver.  Otras cambiaron de barrio porque la casa se les había quedado pequeña y encontraron a extramuros ese piso nuevo con todas las comodidades que les iba a permitir disfrutar de dormitorios individuales y de cuartos de baño con todos los adelantos. 



Y allí nos quedábamos nosotros, fieles a nuestro barrio, amarrados para siempre a aquella vida sencilla, una vida casi de pueblo, cuando el tiempo pasaba lentamente y las horas las marcaban los relojes de las iglesias y el pito de la fábrica de Oliveros. Aquella era una vida con un guion repetido generación tras generación, donde las normas y las costumbres se iban labrando en el colegio, en la mesa de las familias a la hora del almuerzo y sobre todo, en las calles y plazoletas donde se iban aprendiendo casi todos los secretos para sobrevivir. 



Allí nos quedábamos, disfrutando de nuestras calles estrechas con rincones donde aún daba el sol cuando todavía no nos habían tirado las casas de planta baja y azotea, en un tiempo en el que todavía la vida se tejía en los trancos de las puertas y en los bordillos de las aceras, con abuelas enlutadas que pelaban las patatas al sol con una parsimonia de siglos, mientras los viejos sacaban las jaulas de los pájaros y las enganchaban de un clavo de la fachada para que tomaran el sol generoso de las mañanas, en las mismas paredes donde las mujeres colgaban la ropa recién lavada. 



Eran calles que resucitaban cada tarde cuando los niños salían del colegio; siempre  había un niño gateando por la tierra, unas niñas que saltaban a la comba entonando viejas canciones y una pelota desgastada con la que los jugadores llenaban de desconchones las paredes de las casas. Y siempre había un vecino dándole una mano de cal a su fachada y un corro de madres que se contaban sus pequeñas historias mientras se dejaban la vista remendando calcetines y sacándole el bajo a los pantalones del niño que había dado el último estirón. Había una cultura de no tirar nada, de aprovechar los objetos hasta el límite, de arreglar la ropa para que pasara de un hermano a otro, y una cultura de compartir la vida con los vecinos, una rutina de puertas y ventanas abiertas por donde se fugaban los sonidos de las casas y el olor de las comidas. Y todo el mundo se conocía por su nombre y nuestras historias, con nuestras esperanzas y nuestras penas, se mezclaban en ese territorio común que era la calle. 



En aquella blancura inmaculada de las casas encaladas, en aquella manera de compartir el perejil y la carterilla de azafrán, estaba impresa la pobreza de una  época, pobreza que la gente llevaba con rigurosa dignidad. Y cuando un niño hacía la Primera Comunión toda la calle se vestía de limpio, y cuando alguien moría, todos iban al velatorio y ese día no se escuchaban los transistores ni las mujeres cantaban mientras lavaban la ropa en las pilas de los patios.


Compartíamos tanto que todos los jóvenes de la calle, tarde  o temprano, acababan enamorándose de la guapa del lugar, y toda la calle se llenaba de celos el día en el que aparecía por allí un galán forastero que la rondaba desesperadamente. Un día, las muchachas se casaban y se iban para siempre como se fueron marchando las familias buscando las comodidades de los barrios nuevos y de los pisos de moda. 


Y a nosotros, los que nos quedábamos anclados en los barrios viejos, nos parecían extraños cuando regresaban, envueltos en un aura de progreso que no queríamos compartir porque no queríamos reconocer que los años habían pasado y que nuestras formas de vida se iban agotando: nos costaba digerir que nuestras calles empezaban a quedarse vacías y que nuestro tiempo estaba cambiando.


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