El pecho de María la de Aurelio

Se pasó la juventud criando a los hijos de las madres que no podían amamantarlos

María era una mujer pequeña con un gran corazón. Habitaba una casa cueva en el barrio de la Fuentecica, donde se ve acompañada de su marido y de
María era una mujer pequeña con un gran corazón. Habitaba una casa cueva en el barrio de la Fuentecica, donde se ve acompañada de su marido y de La Voz
Eduardo de Vicente
19:44 • 07 abr. 2024

Se llamaba María Moreno Delgado, pero todo el mundo la conocía por María la de Aurelio, en un tiempo en el que era frecuente que las mujeres adoptaran como apodo el nombre o el apellido de sus maridos. Ella se casó con Aurelio Morales Olmo, un agricultor natural de Abrucena, el pueblo donde contrajeron matrimonio y donde vivieron hasta que terminó la guerra civil.



María se pasó la juventud embarazada y criando niños que no eran suyos. Como era de pequeña estatura y delgada, cada vez que se quedaba preñada daba la impresión de que aquel vientre de niña le iba estallar bajo la ropa. Tuvo catorce partos, pero sólo le vivieron dos, los otros doce murieron asfixiados, según el médico porque era demasiado estrecha. Todas las carencias físicas que le impidieron tener más hijos con vida, se vieron compensadas por su gran capacidad para producir leche materna de gran calidad. En Abrucena, las madres que no podían darle el pecho a sus hijos, recurrían a María la de Aurelio para que los criara; ella, a cambio de un sueldo, se llevaba al niño a su casa como si fuera suyo, lo cuidaba como a un hijo y se lo devolvía a su madre cuando empezaba a andar. La gente se sorprendía de cómo una mujer aparentemente tan frágil, podía dar esa leche tan rica que según se decía entonces, criaba a los niños en un mes.



Fue en los primeros años de la posguerra cuando la familia tuvo que dejar el pueblo y venirse a la capital. A Aurelio, el marido, le salió una colocación en el cortijo de Barceló, en el barrio del Quemadero, y como a la mujer ya no le quedaban años por delante para seguir ganándose un jornal como ama de cría, decidieron trasladarse. Se instalaron en el barrio de la Fuentecica, en una casa-cueva que ella fue transformando en un hogar humilde y lleno de dignidad. Es verdad que la pobreza llenaba todos aquellos parajes donde todavía quedaban familias que vivían en madrigueras sin apenas luz, sin ninguna garantía de salubridad. Es verdad que aquel era uno de los arrabales deprimidos de Almería, pero también es cierto que en la casa de María de la Aurelio nunca faltó la comida y que ella se integró tanto en aquel barrio que allí murió. En la puerta de su casa siempre había una escoba y un cubo de agua preparado para que no se levantara el polvo y los vecinos pudieran sentarse en la puerta. La imagen de aquella mujer pequeña como una niña, enfundada en un austero hábito morado, ya forma parte de la memoria de la Fuentecica.



María la de Aurelio llegó a la Fuentecica recién terminada la guerra, en una época en la que el barrio se llenó de gentes sin hogar que habitaron todas las casas y las cuevas que quedaban libres en las laderas de los cerros. Muchas de aquellas familias encontraron refugio años después en las casas nuevas construidas por Regiones Devastadas junto al camino de Ronda. María la de Aurelio fue de las que se quedaron en la Fuentecica, acostumbrada a la libertad de su casa-cueva y a unas formas de vida que se parecían mucho a las que tenía en su pueblo de Abrucena.



La Fuentecica y el Camino de Marín eran entonces dos aldeas que se quedaban fuera de la ciudad y de los planes de desarrollo municipales. Almería, para las autoridades, terminaba por esa zona en la Plaza del Quemadero, y más al norte sólo había caminos impracticables, senderos de tierra que conducían a un universo de pobreza donde la mayoría de los vecinos seguían viviendo en cuevas, sin luz y sin agua. La Fuentecica era un barrio de grandes contrastes: a la pobreza del lugar y su falta de infraestructuras, se oponía la belleza arrasadora de aquel rincón protegido entre cerros desde donde se podía ver la ciudad derramándose hacia el mar. Desde los cerrillos se veían los barcos que llegaban al puerto, los trenes que iban a descargar el mineral al Cable Inglés, y hacia el Este, la desembocadura del río y la vega.



A pesar del nombre del lugar, la Fuentecica, el agua era una de las grandes carencias de la barriada. No tenían agua potable en las casas y había que acercarse al caño del Quemadero para poder abastecer las casas. Hay una estampa típica del lugar, repetida hasta la saciedad durante lustros: un desfile de mujeres cargadas con sus cántaros, subiendo con paso cansado las empinadas cuestas. En el verano de 1958, ante la sequía que sufría el barrio, pusieron en funcionamiento un nuevo surtidor en el camino que iba al Quemadero. En esa época, a la Fuentecica tampoco había llegado el alumbrado público, aunque había vecinos que tenían luz eléctrica en sus casas. En 1963 un grupo de vecinos denunció en el Ayuntamiento que era “imposible transitar por el barrio de noche”, ya que era un peligro atravesar aquellos caminos tan accidentados que sólo alumbraba la luz de la luna.



Fue en el año 1965 cuando se elaboró el primer proyecto serio para el abastecimiento de agua potable a la Fuentecica y el Camino de Marín, y para la instalación del alumbrado en las calles, dos viejas aspiraciones que empezaron a hacerse realidad cuando en 1968 el constructor Enrique Alemán empezó a levantar los primeros bloques de pisos.




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