El luto de las mujeres y el mandil

El luto le robaba la juventud a las mujeres cuando era para toda la vida

Una mujer vestida de luto, con el mandil de la colada, por la calle de la Salud del barrio de La Chanca a finales de los años 60.
Una mujer vestida de luto, con el mandil de la colada, por la calle de la Salud del barrio de La Chanca a finales de los años 60. La Voz
Eduardo de Vicente
20:04 • 08 abr. 2024

Había mujeres que nunca se arreglaban, que pasaban de la juventud a la vejez de un día a otro, que con 50 años parecían ancianas a las que solo les quedaba trabajar mientras esperaban el último viaje vestidas de negro hasta el alma. 



El luto era entonces un doble duelo para las mujeres. No solo enterraban a un familiar, sino que le echaban una capa de tierra a su juventud como si ya no tuvieran derecho a disfrutar de la vida. El día que moría un familiar en la casa nos prohibían escuchar música, poner la radio, reir, nos imponían un luto al menos durante dos días, y luego llegaba la tregua, ese pulso normal que nos iba dejando el río de la vida. Los niños volvíamos al colegio, recuperábamos la calle y los amigos y solo nos acordábamos del duelo cuando al volver a la casa nos encontrábamos con nuestra madre o con la abuela que habían asumido el luto para siempre. 



Existía una indumentaria oficial de las mujeres mayores, al menos en mi barrio. Una vestimenta sobria, que solo se alteraba los domingos cuando el luto de diario se cambiaba por ese luto más solemne de la ropa que se guardaba para los días festivos. El luto de diario se maquillaba con el mandil, que era la armadura que utilizaban las mujeres para enfrentarse a la dura batalla del hogar



El mandil lo soportaba todo: los pies y las babas de los niños, la humedad de la colada cuando se lavaba la ropa en  la pila, las manchas que generaba la cocina y hasta se utilizaba como toalla para secarse las manos cada vez que pasaban por el grifo. Mi abuela solo se quitaba el mandil para salir a la calle. En eso era inflexible, aunque solo fuera para cruzar de una acera a otra, jamás pisaba la calle con el mandil puesto.



Cuando había que salir para ir al médico o hacer la compra, el luto discreto de la casa se transformaba en un luto absoluto, incuestionable, que se forjaba desde los pies a la cabeza. El pelo se cubría con uno de aquellos pañuelos negros que devolvían a la mujer a la Edad Media, las piernas se guardaban debajo de densos calcetines negros aunque hiciera calor y los pies se remataban con calzado del mismo color. 



Qué mayores nos parecían entonces aquellas mujeres enlutadas que después de sufrir una pérdida cercana no volvían a pasar nunca más por una peluquería, ni se quitaban las canas ni se peinaban a la moda y en muchos casos ni volvían a pintarse los labios con una pincelada de carmín. Aquel luto tan tremendo, que le echaba diez años encima a cualquier mujer, le llenaba también el alma de arrugas. Si con el duelo todavía cercano se presentaba alguna celebración en la familia, como una primera comunión o un bautizo, que nose podían prorrogar, lo normal es que los afectados acudieran solo a la misa y así respetar el luto.



El luto exterior era además una señal de apariencia, de demostrarle a los demás la honda tristeza con la que se sentía la pérdida del ser querido. Las mujeres, que en las casas a veces se relajaban con ropa de color,  se enfundaban el negro hasta la cabeza aunque sólo fuera para ir a la tienda de la esquina a comprar el pan. Los hombres, que tenían que pasar más tiempo en la calle, no estaban obligados a llevar luto. Lo normal era que durante las primeras semanas se pusieran una corbata oscura o un brazalete negro en la manga. De este ritual cromático que rodeaba a la muerte, se libraban sólo los niños, ellos, los varones, porque a las niñas también las enlutaban con calcetines y abrigos negros para salir a la calle. 



Los duelos se convertían también en una ceremonia que se regía por sus propias leyes. El difunto se velaba en su propia casa. Se habilitaba la habitación más grande de la vivienda, que casi siempre solía ser la entrada, y se llenaba de sillas que iban trayendo los vecinos. Se quitaban los cuadros de las paredes y cualquier objeto que pudiera ser considerado un adorno. 


Los más allegados llevaban caldo y tila para pasar la noche y algo de comida para aguantar el tirón. La puerta de la casa permanecía abierta durante toda la madrugada y en el portal se colocaba una mesa fúnebre con el libro de pésames donde las visitas iban firmando. De los elementos ornamentales que acompañaban al difunto se encargaba la empresa funeraria. En Almería fue muy famosa, por los años que estuvo en el mercado, la funeraria Antigua, situada en el número diez de la calle Real. Se encargaban de todos los preparativos: la caja, los cirios, y en algunos casos se encargaba de pedir a una imprenta los recordatorios mortuorios, muy utilizados en duelos de las familias burguesas.


El luto familiar pasaba también por las visitas de las personas allegadas que en los días siguientes al fallecimiento aparecían para dar el pésame. Esa tarde se preparaba café caliente y se compraban unas pastas para que la pena no te dejara un nudo en la garganta. En aquellas reuniones se empezaba hablando de las virtudes del difunto y se acababa dándole un repaso a las noticias del barrio.


Temas relacionados

para ti

en destaque