Las internas de la escuela de las monjas

La Compañía de María tenía su internado donde paraban las niñas que venían de fuera

La familia de Juan Torres, del pueblo de Ohanes, en el puerto de Almería en 1956. Venían a ver a las hijas que estaban internas en la Compañía.
La familia de Juan Torres, del pueblo de Ohanes, en el puerto de Almería en 1956. Venían a ver a las hijas que estaban internas en la Compañía. La Voz
Eduardo de Vicente
23:29 • 30 abr. 2024

Hasta los años cincuenta, las monjas de la Compañía de María vivían aisladas del mundo exterior tras los muros del convento, sin otro contacto con la vida real que el que mantenían a diario con las niñas dentro del colegio. Cuando los padres de las alumnas iban al centro a hablar con ellas, sólo escuchaban sus voces, que retumbaban como un eco misterioso tras las sombras de la celosía. 



Sólo las niñas conocían sus rostros y se sabían de memoria los gestos de cada una de aquellas religiosas; sólo las alumnas conocieron la mirada severa de la  madre Carmen Gómez cuando tenía que imponer la disciplina dentro del aula; sólo ellas pudieron ver la cara angelical de la hermana Margarita el día que dejó de ser novicia. En aquellos años, cuando una monja tomaba los votos la vestían de blanco con una corona de flores en la cabeza y así la dejaban durante todo el día dentro del colegio.



La rigurosidad de las monjas era tan estricta que sólo se quitaban el hábito en la intimidad de sus habitaciones. En el colegio siempre iban con sus túnicas de color negro, su ‘pecherín’ blanco almidonado y su velo cubriéndole el cabello. A veces, en su infatigable curiosidad infantil, las niñas hacían apuestas para ver cual de ellas conseguía averiguar el color del pelo de alguna de las religiosas



María Castillo, que fue niña de la Compañía de María en aquella época, recordaba que la primera vez que salieron con las monjas por las calles de Almería fue el once de octubre de 1958 para asistir en la Catedral al solemne funeral por la muerte del Papa Pío XII. Aquella mañana las muchachas iban con su inmaculado uniforme azul marino, rematado con capa y sombrero del mismo color, mientras que las religiosas se cubrían el cuerpo y el alma en su luto implacable.



En la puerta principal del colegio, la que daba a la Rambla del Obispo Orberá, estaba la madre portera, siempre vigilante para que ninguna niña saliera del centro sin la autorización necesaria y para que no se formaran tumultos a la hora de salida y de la entrada. Junto a la portería existía entonces una habitación que era el taller de las modistas, donde se confeccionaban los uniformes. El de verano era de color beige con cuello y sombrero marrón, que se cambiaba en otoño por el uniforme azul marino.



El colegio tenía un internado donde paraban las jóvenes que venían a estudiar de los pueblos, y estaba también abierto a mediopensionistas, que se quedaban a almorzar en el comedor. Otras preferían llevarse la comida de sus casas y compartían después el comedor con sus compañeras. En el centro se fomentaba constantemente la solidaridad, el compañerismo y la caridad. En octubre las ponían a pedir por las calles para las misiones y allí iban ellas, tan contentas, con su uniforme azul y sus huchas de cerámica pidiendo para el Domund. 



En el patio del colegio, junto a la huerta, tenían un gallinero, que le llamaban de las misiones, donde criaban gallinas para después vender los huevos y seguir recaudando dinero para los niños pobres del mundo.



La vida dentro del colegio latía a un ritmo distinto al que se empezaba a sentir en la calle. Tras los muros de la Compañía de María no existían otros criterios que los que marcaban las monjas, que se regían por una disciplina férrea y sin concesiones, apoyada en la religión como un pilar fundamental del proceso educativo. Allí, los nuevos vientos llegaron más tarde, y todo se desarrollaba en un ambiente de fe y moralidad que era innegociable. 


La educación que las alumnas recibían en el colegio era estricta y la disciplina estaba presente en cada acto. El respeto dentro del aula era tajante, fundamental para la convivencia entre las profesoras y las alumnas. Cuando una monja entraba en la clase todas las niñas se ponían de pie, y la atención y la obediencia se instalaban para quedarse. En aquellos años todavía sobrevivían algunos castigos menores para las más distraídas, que tenían que pagar sus faltas poniéndose de rodillas con la cara pegada a la pared, o enfundándose aquel gorro con orejas de asno que era el estigma de las torpes. Para las que perdían el tiempo hablando más de la cuenta, las monjas tenían reservada una gran lengua de cartón que se colgaba en el cuello. 


En aquel universo femenino, dirigido por las normas de la religión, el pecado era el gran enemigo a batir, el mal que rondaba a cada instante por la mente y por los cuerpos de las muchachas. Las monjas, centinelas de la moral, estaban siempre muy atentas para ganarle la batalla a los bajos instintos. “Mucho cuidado con llevar las faldas cortas o con utilizar palabras subidas de tono”, advertían, a la vez que insistían en la obligación de guardar las formas fuera del colegio. 


No estaba bien visto que las adolescentes flirtearan con los chicos en la calle. Cuando los alumnos del colegio de la Salle se acercaban por la Compañía de María para rondarlas, siempre había algún ojo avizor que estaba alerta para después darle el chivatazo a las monjas. Los niños estaban tan prohibidos en el colegio que no los dejaban entrar ni en los días de las primeras comuniones. Todo era pecado entonces, hasta rozarse el propio cuerpo en la ducha o darse un beso inocente en la oscuridad de una sala de cine.  


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