‘Desde mi ventana’: La Catedral de Almería, ‘Mater Admirabilis’

Ciclo de artículos de la Asociación Amigos de la Alcazaba

La majestuosidad del interior del templo (Foto: Domingo Leiva).
La majestuosidad del interior del templo (Foto: Domingo Leiva).
Mª Rosario Torres Fernández
07:00 • 20 may. 2020 / actualizado a las 09:59 • 20 may. 2020

Decir que la Catedral es el monumento por antonomasia de la ciudad de Almería desde la Edad Moderna resulta una obviedad para cuya constatación sólo se requiere la mera visita al edificio. Nadie puede discutir tampoco su importancia en el panorama histórico-artístico español, ni que se valore como uno de los pilares de los recursos turísticos que la ciudad ofrece. Sin embargo, el conjunto monumental de la Seo almeriense es mucho más que eso, al menos para la que suscribe estas líneas, que, tras muchos años, inmersa en el estudio de su inmenso potencial, se atreve a llamarla en ellas Mater Admirabilis.




Entrar en la Catedral de Almería, como en el resto de las edificaciones de su misma tipología, es entrar en un mundo sobrado de arte, cultura y espiritualidad, aspectos que vienen a confluir en sus espacios, en los que aún resuenan ecos de historias pasadas, de reyes, obispos, eclesiásticos, nobles y fieles en general. Porque, aun siendo, obviamente, el lugar visible del ejercicio del Ministerio Episcopal, es el elemento físico que mejor transmite la idiosincrasia de la ciudad y documenta, sin palabras, su historia.




Ante todo, las Catedrales son, sin duda alguna, la expresión más perfecta y acabada del templo cristiano. Ningún otro edificio religioso del cristianismo simboliza como ellas la presencia de lo divino: Cristo, piedra angular, los cristianos, piedras vivas del edificio espiritual de la Iglesia. Por ello, han merecido los calificativos de  Casa De Dios o Ciudad Santa y se les ha vinculado a ideas sublimes, como la de la Jerusalén Celeste, y el Templo de Salomón, lugares perfectos, plenos belleza y de santidad, que no pueden encontrarse en la Tierra sino en el cielo. Teniendo en cuenta que el punto de partida son modelos tan excelsos, es comprensible que ningún esfuerzo, pese a las dificultades habidas, se considerara bastante, ni se escatimara empeño alguno para el logro de estas edificaciones, como tampoco en el de las solemnidades que en ellas se celebraban, en tanto que son un poderoso canto de alabanza a Dios.




Al mismo tiempo, con tales empeños se perseguía el objetivo de dejar patente el peso que la Iglesia tenía en la sociedad. Ello, obviamente, no es algo casual, sino que está en estrecha relación con el importante papel que desde los primeros momentos de su creación han desempeñado las catedrales como Iglesia Madre de cada diócesis, donde el obispo tenía su silla o “cátedra”, desde la que ejercía sus funciones pastorales y procedía a guiar y tutelar a sus fieles. Representaban la unidad de la comunidad diocesana a la que debían servir de ejemplo y pronto se convirtieron en un verdadero crisol de información teológica y espiritual de la cual bebieron las demás iglesias y, con ellas, las gentes ingenuas y fervorosas que acudían allí para recibir los sacramentos y celebrar las principales fiestas. En definitiva, debían ser luz que iluminara y espejo en el que todas ellas debían mirarse.




No es un cascarón vacío
En contra de lo que muchos piensan hoy día, la Catedral no ha sido, ni es, un artístico cascarón vacío, sino que constituye un organismo vivo, dotado históricamente de una compleja estructura, que, de forma modélica, ha girado en torno a tres pilares fundamentales: Los actores, es decir, el amplio colectivo de clericales y laicos que confluía en el templo y que conformaba el bien engrasado aparato humano catedralicio. El ceremonial litúrgico, o sea, el culto público de la Iglesia, manifestado a través de una extensa serie de ritos sagrados de los que formaban parte dos elementos básicos, la palabra y un conjunto de actos, gestos y signos simbólicos, cada vez más complejos y diversos. Los escenarios, que son los distintos espacios de su estructura arquitectónica en que se desarrolla toda la actividad cultual y con los que se cubren todas sus necesidades administrativas, culturales y asistenciales. Ninguno de estos ámbitos se define al azar, sino que están bien planificados e interrelacionados, siendo, lógicamente, los de mayor empeño artístico los relacionados con el culto.




Habida cuenta de las mencionadas exigencias de grandeza y esplendor imprescindibles en la funcionalidad de estas sacras construcciones, hay que hacer también referencia a la música y a los ornamentos y objetos litúrgicos que se exhibían en el ceremonial. Para ello no se escatimó la utilización de los más refinados instrumentos musicales ni la adquisición de ricos materiales y tejidos preciosos. Tales elementos nos ayudan a encuadrar y determinar los escenarios y estructuras del culto donde eran necesarios y permitían la mejor caracterización de los personajes actuantes en ellas.




La Iglesia Mayor de Almería es el corazón de la ciudad, porque ha impulsado la vida en aquel cuerpo urbano, ha determinado su crecimiento estructural y ha dado la medida y la fuerza del mismo. Además, dada su condición de fortaleza, ha proporcionado a sus vecinos la necesaria protección, como ordenó su real promotor el emperador Carlos V, junto con su otro agente el obispo fray Diego Fernández de Villalán. Por ello, para sentir el latido de Almería el mejor camino es dirigirse a la Catedral. A ella han acudido los almerienses en los acontecimientos festivos, pero también en los momentos de peligro y en las calamidades de todo tipo que han padecido. En este sentido, cabría decir, sin ambages, que ella es expresión del sentimiento que cada uno de nosotros experimenta cuando necesita consuelo y se dirige a la casa de la madre, donde ésta siempre le espera con los brazos abiertos. Ello nos ha movido a llamarla: Mater Amantísima.




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