La moda de los belenes vivientes

En la Navidad de 1969 se celebró un concurso provincial de ‘nacimientos’ de verdad

Personajes legendarios de la religiosidad laica local, como Manuel Martínez y Antonio Asensio, parte del belén viviente de la Plaza de San Pedro.
Personajes legendarios de la religiosidad laica local, como Manuel Martínez y Antonio Asensio, parte del belén viviente de la Plaza de San Pedro.
Eduardo de Vicente
19:43 • 11 dic. 2019 / actualizado a las 07:00 • 12 dic. 2019

La fantasía y la capacidad imaginativa de los niños de antes hacían que una simple figura de barro de un recién nacido, medio desnudo en una cuna de paja y madera, nos pareciera que estábamos delante del auténtico Niño Jesús y que el río que construíamos con el papel del chocolate y las montañas que inventábamos con cartones y harina para simular la nieve, nos transportaran al lejano pueblo de Belén en tiempos de Herodes.



Las figuras de barro se veneraban en las casas porque costaba mucho esfuerzo tenerlas. Un año comprábamos los Reyes Magos y el Niño Jesús, y al siguiente la estrella de Oriente y algún pastorcillo. Las figuras se pasaban el año durmiendo un sueño profundo en alguna caja de zapatos en el cuarto de los trastos hasta que en diciembre íbamos a rescatarlas de su letargo para que nos llenaran de Navidad los comedores de las casas. El día que hacíamos el Belén nos empapábamos de Navidad para tres semanas y cuando salíamos del colegio estábamos deseando llegar para contemplar de nuevo aquella obra maestra y darle el último retoque. 



Después se pusieron de moda las figuras de plástico que vendía Alfonso el de los juguetes y el Belén se fue democratizando porque hasta las familias más humildes montaban el suyo. No tenían la solemnidad de las figuras de barro, pero en la imaginación de un niño, un Belén con personajes de plástico tenía el mismo valor sentimental que un Belén artesano



Aquel mundo mágico de los belenes caseros, levantados a base de fantasía, tenían la competencia de los llamados belenes vivientes, otra moda que se hizo viral a finales de los años sesenta cuando desde las instituciones se promovió la organización de un concurso provincial de belenes de carne y hueso. Muchos les llamaban “belenes de verdad”, pero de verdad tenía poco, porque al menos en mi caso, nunca puede llegar a creer, por mucha imaginación que pusiera en el empeño, que Manolo Martínez Ramírez, el niño que vivía en la Almedina, el hijo del hombre del kiosco, fuera Herodes, ni que Antoñico Asensio, el adolescente que ayudaba a misa en la Catedral, fuera un tierno pastorcillo de aquellos pueblos lejanos de Oriente



A los belenes vivientes les faltaba la vida que solo puede conceder la fantasía de un niño. Conocíamos con nombres y apellidos a los que se vestían de Reyes Magos, a la niña que hacía el papel de Virgen y hasta el nombre verdadero del demonio que se colaba de tapadillo en los nacimientos. Así era complicado emocionarse delante de uno de aquellos belenes vivientes. Nos pasaba lo mismo que con el Rey Mago que se colocaba en la entrada de Simago. Yo llegué a pensar que era auténtico hasta que un día que pasé a deshoras por la puerta lo vi remangado, devorando un bocadillo de atún y un botellín de cerveza. 



La Navidad de 1969, hace ahora cincuenta años, fue pródiga en belenes vivientes como una atracción más que formaba parte del programa de las fiestas de invierno. Aquella Navidad todavía era costumbre donar dinero para los pobres y que los nombres de las personas y de las empresas generosas salieran publicados en el periódico. 



Aquella Navidad empezaba en los primeros días de diciembre, cuando los encargados del alumbrado, con sus viejas escaleras de madera con ruedas, instalaban las luces de colores en la calle de las Tiendas, la Puerta de Purchena y el Paseo. El comercio adornaba los escaparates y las vidrieras de las tiendas de comestibles se llenaban de tabletas de turrón y mazapanes.



La Almería de 1969 que trataba de respetar las viejas costumbres navideñas era una ciudad que cambiaba de piel a diario, que crecía de un día para otro, que se nos iba escapando de las manos. Se estaba construyendo entonces el puente sobre el cauce de la Rambla para prolongar la calle del Obispo Orberá con la Carretera de Ronda y las construcciones verticales empezaban a inundar los nuevos barrios de expansión. La prensa se hacía eco de aquel empuje constructor diciendo: “La incesante edificación ha contribuido a la transformación urbanística de la que todos nos sentimos orgullosos”. 


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