Los hijos del desierto

José Luis Masegosa
07:00 • 23 nov. 2020

Tras el anuncio del fin del compromiso con el alto el fuego firmado entre el Frente Polisario y Marruecos en 1991, después del hostigamiento marroquí en la zona de El Guerguerat, junto a Mauritania, para garantizar la libre circulación, después de semanas de bloqueo por las manifestaciones saharauis, la tensión se ha apoderado de este entorno geográfico. Casi tres décadas lleva el pueblo saharaui a la espera de que Marruecos atienda las disposiciones de la ONU para decidir su futuro mediante un referéndum, entre la absoluta pasividad de la comunidad internacional, incluido nuestro país, que tras la descolonización, dejó a la deriva este conflicto asentado en una zona geoestratégica. Históricamente, las relaciones del pueblo español con la República Árabe Saharaui Democrática han sido muy estrechas y de mutua colaboración, sobre todo con diferentes organizaciones no gubernamentales españolas. Como muestra más relevante, ahí están los programas de acogimiento y estancia de niños saharauis. Un buen ramillete de ellos ha crecido en la solidaridad de ida y vuelta y no pocos profesionales, sobre todo sanitarios, que ejercen en nuestros centros de salud y hospitales, proceden de esa añeja amistad.


 Estos trabajadores, hijos del pueblo saharaui, no viven ajenos al recrudecimiento de las hostilidades marroquíes en los territorios robados y ocupados. Uno de ellos, Said, ejerce como médico en nuestra comunidad y su triste semblante habla por sí solo de la preocupación que le invade. Llegó por vez primera a Andalucía en uno de los contingentes veraniegos de niños saharauis a casa de una familia almeriense, a través de las actividades de la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui. Desde su llegada, la empatía, el cariño y el afecto germinaron en la familia hospitalaria que no dudó en considerar a Said como un tercer hijo más. Año tras año, el pequeño Said desembarcaba de uno de esos grandes pájaros metálicos que tanto le llamaban la atención cuando surcaban el espacio azul de los campamentos del desierto, bajo un ruido atronador que le obligaba a llevar las manecillas de niño adulto a sus cansados oídos. Nada más poner pie en la pista de aterrizaje, el asombro siempre le envolvía, una y otra vez, al igual que a los sesenta y tantos compatriotas infantiles que le acompañaban. Estaba rodeado de muchos pájaros de acero, algunos de los cuales rodaban, otros elevaban sus alas y despegaban, y también había otros tantos que se posaban sobre la pista. El ruido era muy similar al que tantas veces había escuchado en la tierra secuestrada de sus antepasados, lo que le llevaba de manera intuitiva a tapar las orejas con sus manos, hasta que Kais, su amigo inseparable, alejaba sus extremidades  en un gesto determinante, al tiempo que sonreía y le explicaba que allí no tenía por qué engullir su cabeza bajo el arco protector de sus manos, pues aquellas aeronaves que contemplaban ensimismados no lanzaban bolas incendiarias, ni ráfagas de disparos que impactaban sobre sus vecinos, sus amigos o sus padres, hasta que caían fulminados al suelo. De aquellos aviones sólo bajaba o subía gente con bolsas de viaje y otros enseres. Estas personas no corrían asustadas de un lado para otro, ni se gritaban entre sí. Al otro lado de los cristales del microbús que había partido del aeropuerto de llegada se veían coches que rodaban por amplias carreteras en las que no había tanques, ni trincheras de sacos terreros, ni soldados con traje de camuflaje y con armas amenazantes.


Said quedó acogido por su familia andaluza y pudo culminar su formación hasta llegar a la Universidad de Granada, en cuya Facultad de Medicina se licenció. Con su título bajo el brazo y con enormes dificultades consiguió un contrato para ejercer en las urgencias de un  hospital privado, hasta que después de algunos años de experiencia pudo acceder a la sanidad pública y al centro de salud donde hoy atiende a muchos de nuestros paisanos, en donde me contó parte de su trayectoria personal y profesional. Un relato que ahora se rompe casi en lágrimas cuando el joven galeno muestra las fotografías de sus padres biológicos, ancianos aunque jóvenes,  y de sus dos hermanas, de quienes asegura que ellas no pudieron cumplir, como él, el mayor sueño de sus vidas: formarse y graduarse en Veterinaria y en Medicina.  Como tampoco pudieron lograr sus anheladas aspiraciones Jali, Amit o Dana, algunos de sus amigos y compañeros de la infancia remota que pasaron varios veranos acogidos en casa de los solidarios compatriotas andaluces que abrieron y abren las puertas de sus casas y, sobre todo, de sus corazones a los castigados hijos del desierto, que, como Said, encontraron la luz de otro mundo de esperanza, cuyos dirigentes viven ciegos a una injusta realidad que cuenta con casi treinta años de inexplicable existencia.







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