Los hidalgos

Decidí convertir mi inquietud en un relato, aunque fuera de calidad más que discutible

Guerra de las Alpujarras.
Guerra de las Alpujarras. La Voz
Manuel Sánchez Villanueva
20:31 • 17 mar. 2024

En cierta época en la que estuve interesado por la particular idiosincrasia de mi tierra que encontraba imposible de encasillar, me pareció que nadie, quizás con la excepción de José María Artero, se arriesgaba a aventurar un relato plausible de los motivos que habían generado esta particular situación. Y como carezco de muchísimas capacidades, pero no de imaginación, me empezó a rondar la idea de que las causas podrían hundirse en el tránsito de la sociedad musulmana a la Almería cristiana.



Así fue como, únicamente armado con esta aventurada suposición personal, ni corto ni perezoso, decidí investigar por mi cuenta. Como suele ocurrir a los autodidactas, en lugar de buscar a alguien que me marcara una hoja de ruta, me puse a leer lo primero que tenía a mano. Y a lo único que tenía acceso por aquel entonces era a la ingente obra del Padre Tapia.



Fue así como, durante largos años, cuando acababa la vorágine laboral y familiar, sacaba horas de sueño para embarcarme en una aventura que pronto fui consciente superaba con mucho mis posibilidades. Pero el tema me enganchó vitalmente hasta un punto tal, que seguí profundizando en el mismo a pesar de todas las insistentes señales que me indicaban que aquella tarea me estaba consumiendo.



Era una época poco propicia para aquellos menesteres. Vivíamos todos una especie de locura colectiva que nos hacía creernos ricos de repente y en la que se nos vendía que el esfuerzo continuado era algo superfluo, porque lo que imperaba era una cultura de la especulación que, en mayor o menor medida, compramos sin apenas cuestionarla.



Pero yo seguí en mis trece, buscando respuestas a las preguntas que no me abandonaban. Y, ante lo complejo de la tarea, me enfrenté a la disyuntiva que siempre se me plantea ante este tipo de retos intelectuales: o hacía ciencia (en el sentido más amplio del término), o literatura (aunque fuera mala) o me callaba. Tras meditarlo, decidí convertir mi inquietud en un relato de ficción, aunque fuera de calidad más que discutible.



Fue así como me fui montando una historia, en la cual desarrollaba la absurda idea de que la clave de bóveda de la sociedad almeriense nacida a finales del siglo XV a partir de la rendición del Reino Nazarí y profundizada varios decenios después por la Rebelión de Las Alpujarras, radica en una pulsión constante entre una mayoría de pobladores comunes frente a una nueva oligarquía que se fue configurando. Y, siguiendo esa tesis, el conflicto se generó porque, tras los repartimientos de bienes que iniciaron aquella época, seguramente injustos por muchas razones, pero con un objetivo encaminado a dar oportunidades a todos los nuevos almerienses, unos determinados clanes (en algún caso de origen morisco, todo hay que decirlo), fueron poco a poco monopolizando el poder económico y político a través de un progresivo control de la gestión municipal.



Según esta interpretación, los hidalgos se emplearon en hacer de los asuntos públicos su patrimonio, excluyendo a la mayoría en beneficio de una élite que ejercía un control total de las instituciones, hasta un punto tal que la inmensa mayoría de los almerienses llegaron a asumir con la leche materna, que no tenían voz ni voto en aquello que les concernía.



Es más, hasta llegué a imaginarlo como un fenómeno que permeó tanto a la sociedad almeriense, que incluso había conseguido perpetuarse hasta estos tiempos bizarros que nos ha tocado vivir. En cualquier caso, cuando ya pude leer el producto final de tanto esfuerzo, el relato resultante me pareció tan carente de coherencia, que opté por aparcarlo sine die.


Pero, por aquellas cosas de la vida, no hace mucho he comenzado a pensar que quizás aquel planteamiento no fuera tan descabellado después de todo. Porque no le encuentro otra explicación a la forma en que se comportan últimamente algunos de quienes en principio tienen la misión de gestionar temporalmente los asuntos de los almerienses, que su profundo convencimiento de que no han de rendir cuentas al pueblo llano, cuyo únicocometido es pagar impuestos, cerrar la boca y acatar con buen semblante los hechos consumados, la falta de empatía y el comportamiento altanero de los y las regentes.


Debe ser por eso que, cada mañana, al repasar la prensa local, me entran ganas de releer al Padre Tapia.


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