El Barrio Alto llora la muerte de ‘el Pilili’

Para su último viaje llevaba puesta la boina del Ché Guevara y una camiseta de la Pasionaria con la bandera republicana

SIN DATOS
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Eduardo del Pino
19:35 • 29 jun. 2015

Se llamaba Joaquín, pero todo el mundo lo conocía como ‘el Pilili’, un apodo que le colocó su tío Felipe, al que un día le dio por poner motes y rebautizar a todo el Barrio Alto para enfado del párroco de San José. Desde entonces su nombre real pasó a un segundo plano, tan remoto que hasta su madre, cuando alguien llamaba por teléfono a la casa preguntando por Joaquín, contestaba que se habían equivocado de número. 




El Pilili nació en la calle Salinas, encima de la boca de un refugio de la guerra civil. Es posible que este detalle fuera determinante para forjar su inquebrantable moral de hombre político de izquierdas, de los que  se pasaron la Transición organizando manifestaciones, corriendo delante de los grises y gritando libertad por muros y fachadas. Le gustaba recordar que escribió más frases haciendo pintadas por las calles que en los cuadernos de la escuela cuando era niño. Porque al Pilili no le gustaba el colegio, y mucho menos recibir órdenes del maestro. Él era un revolucionario desde la cuna y no admitía ningún gesto de superioridad. “Donde esté la lucha estoy yo”, era una de sus frases preferidas. 




Su lucha fue también la de conseguir un puesto de trabajo en la empresa de limpieza urbana y desde la seguridad que le daba un empleo fijo siguió batallando como un obrero, siempre  en su barricada permanente, sin perder jamás ese aire de colega, de tipo ‘enrollao’ y arrabalero que daba la cara por sus amigos y no renunciaba nunca a una cerveza aunque tuviera que compartir la barra con su peor enemigo. 




Su vida fue una revolución continua, una guerra contra las injusticias y una batalla diaria, la que mantenía consigo mismo, tan íntima que nadie conoció jamás sus penas ni sus soledades porque siempre llevaba una sonrisa asomándole en la boca. Cuando al mediodía regresaba a su barrio con la moto después de haber terminado la faena,  tardaba más de media hora en llegar porque en el camino iba saludando amigos. Por donde pasaba dejaba una alegría, siempre dispuesto a responder a una broma o a sacarse del bolsillo un chascarrillo con ese toque de golfo de barrio, de adolescente callejero que siempre le acompañó. Cuando había que ser borde o cuando había que saltarse las normas, siempre era el primero aunque fuera persiguiendo un sueño imposible. “Que la revolución ya se ha pasado de moda”, le decían, y él, con sus ojos pequeños y su sonrisa canalla, contestaba sin perder el buen humor: “Revolucionario siempre, desde que nací y hasta que me muera”.




Un día, cuando se disponía a cruzar una calle por el paso de peatones reglamentario, se encontró en el camino con un coche mal estacionado. El Pilili cruzó por el paso de cebra y como si nada ocurriera se subió por encima del coche hasta llegar a la acera. Después miró hacia atrás y dijo levantando el puño: “No hay obstáculos que la lucha obrera no pueda superar”.




Joaquín el Pilili murió el domingo en el Barrio Alto. En su último viaje llevaba puesta una boina como la del Ché Guevara, una camiseta de la Pasionaria con la bandera republicana en el pecho y unas gafas oscuras, como si en vez de a morirse fuera a una manifestación.






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