Y en eso llegó Fidel

En aquella madrugada de octubre del 96, Fidel Castro visitó uno por uno todos los hoteles de Varadero amenazados por el huracán Lili. La imagen del Comandante emb

Pedro Manuel de La Cruz
01:00 • 04 dic. 2016

La madrugada del sábado 19 de octubre de 1996 nadie durmió en Varadero. El huracán Lili acababa de entrar por la provincia de Matanzas y en el hotel Meliá casi nadie regresó a su habitación con la certeza de dormir esa noche. 
Durante días la televisión cubana se había convertido en un canal de comunicación permanente sobre la llegada de Lili. Un presentador uniformado permaneció día y noche informando de los movimientos del huracán y aconsejando a la población qué hacer en el momento en que llegara. 
Durante aquellas horas de espera la tranquilidad era absoluta. Varadero era la expresión más confortable de la tranquilidad. Sólo el trabajo escrupuloso pero constante de la Defensa Civil Revolucionaria en las carreteras que comunicaban la zona turística con el pueblo y el ir y venir- este sí apresurado- de los empleados del hotel colocando largas y anchas tiras de precinto en forma de cruz en todas las cristaleras que daban al jardín o a la playa anunciaban la llegada de lo que empezó siendo una tormenta tropical y llegaría en forma de huracán.
Después de la cena intenté dormir. Hasta ese día el encuentro con el sueño había sido una frontera de transito fácil. La diferencia horaria convertía a las once de la noche cubana en las siete de la mañana española y el jet lag era el mejor agente para pasar el umbral entre la noche y el sueño. Pero la inquietud excitante de lo desconocido obligaba a la vigilia.
Después de varios cohíbas falsos (en Cuba aprendí el primer día que casi nada era lo que parecía), bajamos al hall. Era un espacio circular rodeado de bares y tiendas con olor a ron y decorado con un indisimulado y excesivo gusto por la vegetación caribeña. La impersonalidad turística de las noches anteriores se había tornado en el encanto inquieto de la espera de lo desconocido. Pedí un ron y encendí otro de aquellos cohíbas falsos que habíamos comprado a un contrabandista de tabaco protegido por el gobierno.
Poco a poco la soledad de aquel templo amurallado por las cruces de precinto en las cristaleras de los pisos superiores y por las maderas cruzadas en todas las puertas que daban al exterior en el bajo se fue llenando de gente. Conversaciones suaves; gestos de intranquilidad marcados en el rostro de algunos turistas y calidez permanente en todos los trabajadores: ¿Desea otro ron señor? No se preocupen todo irá bien; estamos seguros, es un hotel contra huracanes. 
El reloj se acercaba a las cuatro y con el avance de los minutos comenzó a acercarse también el sonido amenazante del viento. El alcohol sin cuenta que pagar y sin medida y la excitación ante la llegada de Lili convirtió las conversaciones en más sonoras pero sin estridencias.
Faltaban pocos minutos para las cinco cuando la luz sutil de aquel improvisado patio nocturno de vecinos en el que todos hablábamos del desconocido visitante se vio rota por la luminosidad intencionada de un foco de televisión.
-Joder, será Fidel Castro- dije con ironía a Carmen – llevamos cinco días aquí y en la tele o te sacan el tipo que habla del huracán o al Comandante.
Pues sí. Era Fidel. O el Comandante, como le llamaban en Matanzas.
 Apareció de pronto, sin aviso, y embutido en el eterno uniforme verde oliva resguardado por un tres cuartos y su clásica gorra estrellada de la lluvia que ya caía torrencialmente.
-Queridos hermanos españoles. No se preocupen. Hemos tomado todas las medidas para que no ocurra nada. La Defensa Civil Revolucionaria vela por su seguridad. Ustedes no son nuestros huéspedes, son nuestros hermanos españoles. Cumplan las normas que se les han dado y no pasará nada. Están seguros. Cuba les garantiza su seguridad.
La unanimidad del aplauso de los turistas españoles y los vivas del personal del hotel cerró su parsimoniosa intervención; el Fidel de entonces, como el de días antes de morir, también se detenía a descansar en cada una de las palabras que pronunciaba; por eso duraron siempre tanto sus discursos.
Todavía no habían acabado los aplausos y Castro ya había desaparecido. Uno de sus escoltas había informado antes de su intervención que el Comandante llevaba toda la noche recorriendo uno por uno los hoteles que salpicaban los 42 kilómetros que separaban Matanzas de Varadero. Con el huracán siguiéndole el rastro y setenta años a las espaldas no dejó un solo territorio turístico por recorrer.
El relato de lo vivido y su imagen imponente de arrojo (el viento llegó a alcanzar los 185 kilómetros por hora) corroboraba la épica revolucionaria con que siempre se revistió al personaje.
A la mañana Lili ya había quedado atrás pero en todas las conversaciones Fidel seguía delante de cualquier otro argumento. 
Para los dos camareros que siempre nos atendían- Caridad, la chica, era diplomada en enfermería y Alberto, el chico ingeniero aeronáutico por la universidad del Berlín Oriental- la visita, aunque ellos no lo vieron, corroboraba y consolidaba la imagen de santo ateo del Comandante.
Días después decíamos adiós a Varadero. Como todos los españoles, la última noche entregamos a nuestros amables camareros casi toda la ropa que llevábamos: bolígrafos, libretas, medicamentos, pinturas de labios, maquillaje, en fin, ya saben, todo lo prescindible que, allí, es un lujo inalcanzable. Apenas nos quedamos con lo puesto. La chica dio las gracias y nos despedimos con la emoción compartida de quienes saben que nunca volverán a verse.
No fue así. 
A la mañana siguiente Caridad se presentó en el desayuno. Se acercó a nuestra mesa y con la dulzura caribeña que tan natural era en ella, nos dijo que aquella noche, cuando llegó a casa, reunió a toda la familia y repartieron los regalos. Cuando acabó de contarlo sacó un sobre y se lo entregó a Carmen: Señora, le estamos muy agradecidos y no sabemos cómo corresponder a su amabilidad. Lo único que puedo entregarle es esto; la foto es mala, no vale nada; pero en ella aparece lo que más quiero: mi hijo.
Horas después y ya en el destartalado autobús que nos llevaba desde Varadero a La Habana a través de una carretera infernal pensé en medio de una sutil melancolía emocional en Caridad y Alberto. Entonces me pregunté, sabiendo que no encontraría respuesta, cómo dos personas con una cultura y una formación tan extraordinarias podían idolatrar hasta más allá de la santería al político que no había sido capaz de facilitar el trabajo que por sus conocimientos debían desarrollar y, además, tampoco había sabido evitar la oscuridad de la pobreza que rodeaba sus vidas. No lo entendía.
Fue después cuando encontré la respuesta. Los dictadores perviven por el instrumentado cultivo de su imagen y por el obsesivo culto a la personalidad que diseñan hasta el delirio quienes les rodean.
Aquella madrugada de sábado del 96 Fidel no iba recorriendo los hoteles para transmitir tranquilidad a los turistas; el peligro real estaba en La Habana Vieja, menos protegida contra la intemperie, pero él recorrió la zona más poblada de extranjeros porque, con su gesto, el huracán que amenazaba a los vecinos de la vieja Habana Vieja era su mejor cómplice en la construcción continuada del personaje que, desde la pasada semana, ya ha pasado a formar parte de la Historia.


 







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