El museo del príncipe del rock and roll

Luis Pérez Sánchez se define como un joven chapado a la antigua. Lo suyo es la música y para rendirle culto a sus reyes ha montado un museo en el barrio de la Almedina.

Luis Pérez Sánchez en el museo de la música y de la religión que ha abierto en la calle de la Estrella.
Luis Pérez Sánchez en el museo de la música y de la religión que ha abierto en la calle de la Estrella.
Eduardo D. Vicente
18:51 • 29 abr. 2017

Si Elvis es el rey, que lo es, Luis es uno de sus discípulos, predicador de sus canciones, adorador de sus fotografías, rehén de su música que no para de sonar en su caverna. Luis Pérez Sánchez ha abierto un museo en la calle de la Estrella donde rinde culto a sus ídolos. Allí, entre recuerdos y objetos antiguos, los retratos de Elvis Presley compiten con las imágenes de Jesucristo y las estampas de las vírgenes que se mezclan en una liturgia transcendental.




En la guarida de Luis la religión y la música son hijas de un mismo padre. Su fe por Dios nace de la misma fuente de donde emana su pasión por el rock. Dios lo acompaña desde que era un niño y se quedaba mirando al Corazón de Jesús que su madre tenía colgado en la pared del comedor; Elvis es su faro desde que vio su primera película en una de aquellas sesiones de tarde cuando sólo había un canal de televisión.




El museo es un templo que comparte con sus amigos. No se trata sólo de un refugio donde escuchar música, también es un escenario donde Luis y los suyos juegan a parecerse a las grandes estrellas del rock. “Luis, eres el Elvis de la Almedina”, le digo, y él se llena de orgullo, agarra el micrófono se echa la melena hacia atrás y empieza a agitar las caderas como si fuera un primo lejano del rey. Sería exagerado afirmar que le da un aire a Elvis, ni tan siquiera en la forma de coger el micro, pero el hombre se esfuerza, le pone ganas y llega a transformarse en un artista cuando suena el karaoke. “Luis, si no fuera por las gafas serías el doble de Elvis”, le digo para animarlo, y él, entre risas, me regala un baile inesperado y me ofrece un cigarro.




Luis Pérez Sánchez se define como un rockero católico y como un joven chapado a la antigua. Todo, en su local, te lleva al pasado. Él no tiene un póster del Almería de esta temporada, como sería lo normal, sino uno de hace cuatro décadas cuando jugaba Juan Rojas y Maguregui era el entrenador; hasta el escudo del Madrid es de los tiempos de Gento. Luis lleva el clasicismo al límite y le gusta vestir como los hombres de antes: nada de pantalones vaqueros ni de marcar paquete; nada de camisetas ajustadas para exhibir pectorales ni de cortes de pelo exóticos como los indios. Luis se siente auténtico con su chaqueta azul de traje de toda la vida, su chaleco, su pajarita reglamentaria y esa melena de los setenta que forma parte de su personalidad. Y para rematar su atuendo un buen sombrero de su extensa colección personal. “Me quiero comprar un bombín que es más tradicional”, me cuenta.




Dentro del museo se respira una atmósfera arcaica que todo lo envuelve. Hay mucho pasado allí dentro y muchos recuerdos que no quiere olvidar. En la trastienda ha instalado un altar donde le rinde homenaje a su hermano fallecido hace dos años. Él fue su guía en la música, con el que descubrió a Elvis, y con el que aprendió a dar los primeros pasos sobre la pista de una discoteca.




Luis es hermano de Rafael Pérez Sánchez, el malogrado Travolta de Almería; el primero que se atrevió a comprarse unos pantalones de cuero negro, una chaqueta brillante  y se llenó el pelo de brillantina como si acabara de llegar del rodaje de la película Grease.




Luis y su hermano compartían en la cabecera de la cama un retrato de juventud de Elvis. El Lito, como todo el mundo conocía a su hermano,  también quiso ser Elvis como Luis, y en la soledad de su dormitorio, mirándose al espejo, se recreaba dándole forma al tupé mientras movía las caderas al compás de la música.




Luis Pérez reconoce que su hermano tenía talento, tanto que llegó a ser un personaje en los ambientes de baile. Durante años, fue el Elvis de la calle la Estrella, hasta que a finales de los setenta llegaron dos películas que le cambiaron la vida. La primera fue ‘Fiebre del sábado noche’. La figura de Tony Manero, papel protagonizado por John Travolta, caló hondo en su eterno espíritu de adolescente, y el bueno del Lito, como su héroe americano, se transformaba cada noche de sábado: se duchaba, se afeitaba y se enfundaba sus mejores ropas. Y así, bien metido en su personaje, recorría las pistas de las discotecas, desde Athenas, hasta Galaxia, convirtiéndose cada noche en el rey de la sala.


Si Tony Manero cambió su estilo, la figura de Danny Zuko, unos años después, lo dejó noqueado . El protagonista de Grease, también interpretado por Travolta, fue su papel para el resto de sus días. Luis cuenta que tanto él como su hermano quisieron ser desde entonces como aquel joven rebelde vestido de cuero que se llevaba de calle a las muchachas y no conocía otro oficio que el de bailar y echarse brillantina. “Mi hermano era el Travolta auténtico, yo me conformo con ser Elvis”, me dice Luis.



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