La casa del tren frente a la playa

Era la casa de máquinas de las Almadrabillas, donde se guardaba el tren de la Junta de Obras del Puerto

Eduardo D. Vicente
19:00 • 05 may. 2017

Parecía un viejo caserón sacado de un cuento, con su tejado a dos aguas con la altura de un templo, con sus puertas  gigantescas por las que se colaban las máquinas del tren y con sus muros cubiertos por una capa de polvo, el que durante décadas fueron dejando en su fachada los vagones de mineral que atravesaban el Cable Inglés. 


La casa formaba un pequeño islote frente a la playa, entre los hierros del embarcadero y el edificio del Club Náutico. Aquel era un paraje solitario en invierno y el centro de la vida social cuando llegaba el verano y la playa de las Almadrabillas se convertía en un lugar de culto. Cuántas veces los niños de entonces, cuando después de una tarde de sol intensa nos cansábamos de tostarnos, buscábamos la fachada principal de la casa para cobijarnos  bajo la sombra de uno de los eucaliptos que custodiaban la entrada. Cuántas veces pasábamos por delante de aquella casa  gigantesca sin saber qué era ni que función hacía, recostada a los pies de la arena. 


Aquel extraño palacete tintado de polvo y destartalado era la casa de máquinas de la Junta de Obras del Puerto. Allí se guardaban dos máquinas del tren que recorría el muelle hasta el puerto pesquero. Las locomotoras llegaban atravesando el puente de la vía marítima y penetraban en la cochera por una inmensa puerta trasera. El edificio era tan grande que además de garaje hacía las funciones de vivienda. 




Hasta el año 1967, la casa estuvo habitada por Ramón Rodríguez Espinosa, que era chófer de la Junta de Obras del Puerto. Allí vivía con su mujer, Palmira Martínez Urrutia y con sus cinco hijos: José María, Ramón, Mari Carmen, Maximiliano y Fernando. Ocupaban la parte delantera de la casa, destinada a vivienda y a garaje para los tres coches oficiales de la autoridad portuaria. 


La casa de la familia del chófer estaba repartida en tres plantas: la de arriba, que formaba una extraña buhardilla, era un lugar de desahogo donde aparecía un palomar con más de doscientas palomas. La planta intermedia era el corazón de la vivienda, donde la familia hacia la vida diaria; tenía un gran ventanal que daba a la playa y llenaba de aire fresco la sala en los meses de calor. En medio del comedor destacaba un teléfono antiguo de los que se colgaban en la pared, que en los primeros años sesenta  fue el teléfono oficial del barrio. La planta baja era para los tres coches portuarios. 
En la misma entrada de la casa, frente a la puerta, llamaban la atención tres árboles eucaliptos que con sus ramas igualaban la altura del edificio y llenaban de sombras la fachada principal. Era el lugar preferido de los hijos del chófer para sus juegos y donde la familia salía a tomar el fresco en las tardes de calor.




La casa de máquinas de las Almadrabillas era un lugar alejado del mundo, un escenario para perderse en los otoños. Cada año, por junio, aquel islote renacía y se llenaba de vida. Estaba situado en el tránsito hacia la playa principal que entonces era la del Club Náutico. En agosto, cuando la Feria ocupaba los terrenos del puerto, la casa del chófer hacía una importante labor logística con los feriantes, proporcionándole luz eléctrica a los que fabricaban  los sombreros de papel y dándole agua con una goma a todo el que necesitaba lavarse.


Hasta 1967, la casa de máquinas estuvo ocupada. Formaba parte de un barrio que para entonces ya había iniciado su cuenta atrás. La decadencia era imparable y el que había sido un viejo arrabal de familias de pescadores empezaba a quedarse vacío. Todavía en los primeros 60, mantenía un suspiro de vida, el que le daban los poco más de cien vecinos que ocupaban aquella manzana. De sus habitantes antiguos apenas  quedaba rastro. El último pescador que habitó la zona se llamaba Gabriel Molés. 




El barrio de la playa de las Almadrabillas era entonces una mezcla de gentes de distinta condición social y diferentes  oficios. Allí vivían los Vargas González, con sus siete hijos. El padre, José Vargas Casado, era metalúrgico. Allí habitaba Juan García Alonso, inválido, que compartía la casa  con una sirvienta, Carmen Bonillo. Era vecino de Antonio Quintín, vendedor de Iguales; de Manuel López Padilla, portuario; del herrero Aureliano Morales y del comerciante José Barón. El barrio tenía un limpiabotas oficial, José Antonio Bastedas; un vendedor de huevos, José González Vergara; un panadero, Francisco Ramírez Rodríguez; un carpintero, Nicolás Arabis, y un trapero, Plácido López, de los que iban por las calles recogiendo ropa vieja. La zona empezó a decaer a finales de los 70 cuando en el barrio solo sobrevivieron los talleres, la gasolinera, y los pequeños negocios que daban a la Carretera de Ronda y a la Avenida de Vivar Téllez.



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