El autobus del campo de Regocijos

En 1924 se estableció una línea que unía la Plaza de Pavía con el barrio de Regocijos

Un autobús de los años cincuenta entrando en la Puerta de Purchena.
Un autobús de los años cincuenta entrando en la Puerta de Purchena.
Eduardo D. Vicente
14:59 • 28 jun. 2017

En el verano de 1923, el empresario don Ricardo Salas Haro, presentó una solicitud en el Ayuntamiento para que se le concediera el servicio de ómnibus automóviles de la capital. Quería poner en marcha un servicio de autobuses moderno que cubriera las exigencias de una ciudad que crecía lentamente al otro lado de la Rambla, pero que seguía mal comunicada y con una red de calles estrechas que dificultaban el recorrido de los grandes vehículos.




En el proyecto del señor Salas incluía como una de las novedades la puesta en funcionamiento de una línea exclusiva que partiendo de la Puerta de Purchena y el Paseo comunicara a los vecinos con el balneario de Diana y la zona de playa durante los meses de verano. Este recorrido necesitaba el apoyo municipal para adecentar el camino que desde la calle Reina Regente conducía hacia el barrio del Zapillo, un sendero en mal estado que hacía muy penoso el tránsito de vehículos. Otra de las novedades del transporte urbano era la puesta en funcionamiento de un autobús que partiendo de la Plaza de Pavía llevara a los usuarios hasta el corazón de lo que entonces se llamaba el Campo de Regocijos. Se trataba de una apuesta arriesgada, ya que suponía que el coche hiciera un largo trayecto atravesando las calles de: San Juan, Almedina, Reina, Hospital, Paseo de San Luis, Real, Virgen del Mar, Sagasta, Malecón de la Rambla, Obispo Orberá, Puerta de Purchena, Rambla de Alfareros, Ramos y Restoy.  El camino de regreso del coche se haría por el Paseo, atravesando la calle de Castelar y la Plaza Vieja, entre otros lugares. Este servicio se puso en marcha el día 14 de febrero de 1924, con el precio por billete de treinta céntimos para el recorrido completo. La apertura de esta línea fue un paso importante en el servicio, ya que ponía en comunicación el corazón de la Almería antigua  con la barriada que crecía en torno al Campo del Regocijos, que en aquel tiempo estaba urbanizándose al sur del Paseo de la Caridad y al norte de la Puerta de Purchena. 




En ese primer proyecto moderno que puso en marcha Ricardo Salas se contempló un autobús para acercar a la ciudad los barrios más lejanos de la zona de levante. La línea partía del extremo del Barrio Alto pegado al Camino de Ronda y enlazaba con los barrios de los Molinos, la Cañada y el Alquián. La cuarta línea partía de la Puerta de Belén, justo donde entonces terminaban los cortejos fúnebres, y se prolongaba hasta la puerta del cementerio de San José.




La empresa ‘Autobuses de Almería’ pasó a manos del empresario don Lorenzo Mitelbrún, que desde noviembre de 1923 se quedó con la concesión que hasta entonces tenía su anterior propietario, don Ricardo Salas.




El principal problema que entonces tenían los autobuses que hacían el servicio por Almería era el mal estado de las calles, sobre todo el de los caminos que comunicaba con los arrabales, y el no tener una vía que reuniera las mínimas condiciones para poder llegar hasta la zona de las playas. 




El Zapillo era  un lugar apartado,  separado de la capital por un camino intransitable cuando en verano soplaba con fuerza el viento, y el polvo y la tierra convertían aquellos parajes en un desierto lleno de baches y dunas. En invierno, cuando caía un aguacero, el camino se transformaba  en un barrizal lleno de lagunas que a duras penas podían transitar los carros de mulas.




A pesar de las carencias de la zona, su situación geográfica, enclavada en el trozo de playa más  sugestivo de la ciudad, le daba a esta barriada un atractivo especial para los veraneantes, que cuando llegaba el mes de junio llenaban las escasas viviendas y los chales que existían frente al mar. En julio de 1927, el diario local ‘La Independencia’ publicaba un artículo denunciando que muchas de estas familias de veraneantes “tienen que buscar acomodo en otros pueblos de la costa porque vivir en el Zapillo, a dos kilómetros de la capital, es sepultarse en una isla”, decía el cronista. 




Tan grande era el abandono que hasta los autobuses dejaron de cruzar por aquellas veredas y sólo los populares ‘peseteros’, cocheros de caballos que por una moneda daban un  viaje, se atrevían a recorrer el infernal camino frente a la playa.



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