El consignatario que hablaba inglés

Gaspar Cuenca Casas siguió el camino de su padre, gerente de MacAndrew, una de las firmas que exportaba la uva de Almería a Inglaterra. En los años cincuen

Gaspar Cuenca acaba de cumplir 89 años y se mantiene con la misma vitalidad que tenía hace medio siglo.
Gaspar Cuenca acaba de cumplir 89 años y se mantiene con la misma vitalidad que tenía hace medio siglo.
Eduardo D. Vicente
22:09 • 05 sept. 2015

En el salón de su casa existe un ventanal que va renovando la vida dentro de la habitación: a medida que avanzan las agujas del reloj, los reflejos del sol o la caricia de las sombras a la caída de la tarde, le van dando a la estancia un aspecto diferente, de tal forma que el visitante siempre tiene la impresión de llegar a un lugar distinto según el momento del día. 




La ventana es el dios de la casa, la que llena de vida los viejos cuadros que cubren las paredes, la que en verano deja pasar una corriente de aire fresco que  ventila y hace habitable el lugar. Al otro lado está el patio, otro recinto sagrado que conserva el rumor de los patios antiguos de Almería: todavía, en el silencio de la siesta, se puede escuchar la voz de alguna madre y las risas de los niños que se quedaron colgadas de los alfileres del tiempo.




El patio tiene la alegría del sol y la espiritualidad del gato que deambula como un acróbata por el alféizar de la ventana. Es un gato eterno porque en la casa de Gaspar Cuenca nunca ha faltado un gato, y cuando uno se marcha al día siguiente llega un cachorro para hacerlo inmortal. El gato de don Gaspar se llama ‘Miso’, su infiel compañero, más apegado al sofá que al amo, pero siempre presente, llenando todos los rincones de la casa con sus profundos silencios. El gato de don Gaspar tiene la mirada distante, como si viviera en otro tiempo y cuando se acurruca en una esquina parece el dueño de la soledad, un monarca que sólo obedece a su instinto: si tiene hambre busca la mano del hombre y si tiene frío el calor de su cuerpo. “El gato es un animal imprescindible, al menos en mi vida”, reconoce Gaspar Cuenca. “Me gusta porque es un animal independiente, que tiene su territorio y que guarda sus secretos. Yo llegue a tener una gata inglesa que se llamaba ‘Queen’, que después de estar en la casa durante un tiempo descubrí que era macho”, me cuenta.




Cuando era niño, en su casa de la calle de Gerona, frente al chalet de doña Paquita, también tenía un gato y un patio de luces que iluminaba las habitaciones principales de la vivienda. Su vida está muy ligada a aquella mansión donde su familia se trasladó en 1928, cuando el pequeño Gaspar acababa de cumplir los dos años de edad. 




Su padre, Gaspar Cuenca Benet, era el gerente en Almería de la casa MacAndrew, encargada de transportar la uva de Almería a los puertos de Inglaterra y necesitaba una casa grande que a la vez fuera vivienda y negocio. Tenía un sótano inmenso que todos los años, cuando llegaba el tiempo de la campaña uvera, se llenaba de mesas para que los empleados manejaran los libros de embarque, aquellos tomos gigantescos donde los escribientes iban anotando a tinta china todos los detalles de las operaciones de venta. Junto al patio de luces aparecía el despacho del padre, un santuario de los negocios donde se guardaba la caja fuerte con el dinero y las escrituras. En aquellos años, la actividad durante los meses de la faena era vertiginosa y había semanas en que la luz del despacho no se apagaba de noche y uno se podía cruzar por los pasillos con un empleado a altas horas de la madrugada. 




Después llegó la guerra que frenó el negocio y dejó la uva estancada bajo los tinglados del puerto. En aquellas últimas semanas del verano de 1936, su padre fue apresado y encarcelado. Gaspar recuerda el día que iba caminando de la mano de su tía Loreto por la calle Reyes Católicos y de pronto escuchó la voz de su padre, que desde un camión dijo: “Nos llevan a las Adoratrices, mándame un colchón”.




A comienzos de noviembre, la casa McAndrew llegó a un compromiso con la Cámara Oficial Uvera para mandar  cinco barcos y llevarse a Inglaterra toda la uva que había almacenada en el puerto. En dicho compromiso se incluía que su gerente en Almería saliera de prisión durante los días que duraran las operaciones para participar en las tareas de embarque. En el cuarto barco que partió del puerto rumbo a Liverpool, en el almacén, entre los barriles de uva, se marchó escondido Gaspar Cuenca Benet, teniendo que dejar atrás a su familia. Una vez en Inglaterra, y por mediación de la embajada británica, reclamó a su mujer y a sus cuatro hijos, que en un destructor inglés pudieron salir de Almería rumbo a Gibraltar, donde permanecieron hasta que toda la familia pudo reunirse unos meses después en Sevilla.




Al terminar la guerra  el padre recuperó su cargo de director de McAndrew  en Almería y el pequeño Gaspar, que ya tenía trece años, pudo reanudar sus estudios en el colegio de la Salle. “De la vuelta a la escuela recuerdo que yo era junto a Manuel López Gay, el único que estudiaba inglés en Almería. Nos daba clases el director”, asegura.


Viajero Cuando concluyó sus estudios se marchó a Barcelona costeado por la casa McAndrew para que aprendiera el oficio de su padre. Un año después lo mandaron a Londres, donde permaneció durante dos años, en una época en la que la ‘City’ resurgía de forma vertiginosa después de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. “Allí descubrí que nos llevaban un siglo de adelanto”, recuerda. 


Cuando en vacaciones volvía a Almería, Gaspar destacaba por su forma de vestir, por sus modales británicos y sobre todo, porque era uno de los pocos jóvenes veinteañeros que hablaba inglés perfectamente, lo que le otorgaba un aire extravagante y un toque de distinción que lo acompañó a lo largo de su vida. 


De aquellos tiempos de posguerra, en los que viajaba con frecuencia al Reino Unido, recuerda con especial cariño su amistad con la profesora Celia Viñas. No coincidieron dentro del aula, sino a través de su familia. Celia era amiga de las hermanas de Gaspar y muchas tardes aparecía por su casa invitada a la merienda. 


En el verano de 1944, recién terminado el curso, la madre de los Cuenca invitó a la joven profesora a pasar un mes en Laujar y allí terminó de consolidarse una relación de pura amistad. “El contacto que tuve con Celia me dejó huella. Ella era el amor a todo: a la juventud, a la naturaleza, a la maternidad que no pudo disfrutar”. Mientras me habla de Celia Viñas, Gaspar Cuenca, emocionado, acaricia entre  sus piernas a su gato ‘Miso’, que con los ojos bien abiertos escucha las historias de su viejo amigo. 



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