La misteriosa odisea de Renato

Logra sobrevivir con 84 años tras caer con su avioneta en las frías aguas de Punta Entinas-Sabinar

Renato Jiménez, de 84 años, ha hecho toda su vida de los vuelos su afición.
Renato Jiménez, de 84 años, ha hecho toda su vida de los vuelos su afición.
Manuel León
23:27 • 27 ene. 2016

Nunca pensó Renato que encontraría la muerte entre el oleaje, a oscuras, en una mortaja de salitre, con las luces de un muelle  de lujo, al oeste de Almería, refulgiendo en la línea de la costa. Nunca hasta el anochecer del pasado lunes, día de San Marino, cuando un fallo en la avioneta que pilotaba, le hizo amerizar como un náufrago cualquiera en las frías aguas invernales de Almerimar en una epopeya que no olvidará lo poco o mucho que le quede de vida.




No era el Atlántico Norte del Titanic, ni las caribeñas aguas del desamparado Luis Alejando Velasco, relatadas por García Márquez, era el rebalaje de Punta Entinas Sabinar, donde Renato Jiménez, un melillense de 84 años, creyó encontrar la muerte en un ataúd con hélice y alerones.




“Creí morir”, decía ayer Renato, a través del celular de su hija Susana, al llegar de vuelta en el ferry de Almería a Melilla. “Pasé mucho frío,  mucho miedo, el agua cortaba como cuchillo”, transmitía Renato, antes de  abrir la puerta de su casa y tomarse una pastilla para dormir.




De visita a Murcia
La truncada odisea de Renato, un antiguo empresario de materiales de construcción aficionado a la aviación, comenzó cuando el sábado cogió el barco de Trasmediterránea para ir a visitar a su familia en Murcia, sin saber que se iba a librar del susto de un terremoto de grado 6,3 en su ciudad, pero que se iba a llevar un soponcio mayor.  El lunes Renato se levantó con ganas de pilotar, como lleva haciéndolo desde que tenía 15 años, en un lejano 1947. Se fue al aeródromo de Los Martínez del Puerto, una pedanía de la huerta murciana, donde tenía hangarado su aparato, al que quería pasarle la revisión  en Almería.




A las 17.30 enfiló la proa rumbo a la ciudad de la Alcazaba de Almutasim, pero algo le hizo continuar hacia Poniente, en vez de aterrizar en El Alquián, sobrevolando interminables hectáreas de invernadero desde su atalaya celestial. Hasta que el aparato tuvo un fallo mecánico y fue forzado a hacerlo descender in extremis, sobre la lámina de agua, no azul, sino oscura como la pez, tras haberse puesto el sol horas  por Sierra de Gádor.




Todo ocurrió deprisa: el agua salada entrando en la cabina de la avioneta ya a la deriva a unos 200 metros de la playa, el rumor de las olas en el exterior, sintiendo ya todo el frío del mundo en sus huesos, el olor a estopa y a salitre.




Espíritu juvenil
Pensaría quizá, Renato, en esas viejas películas de balleneros que caían al mar y que morían por congelación. Pero  apostó por convertirse en un héroe, por ponerle galones a una maltrecha biografía de trabajo y sinsabores. Olvidó las décadas de vida que le habían cuarteado los huesos y sacó el espíritu juvenil del almario para pegarle un puntapié a la puerta del piloto y echarse al agua y bracear y bracear, tiritando, sobre unas aguas gélidas, como un forzudo Popeye bajo la noche estrellada.




Llegó a tierra el anciano Renato, a la zona pantanosa de Punta Entinas, creyendo que era una jungla llena de manglares, caminando aterido, con las ropas empapadas entre fango y cañaveral. Allí se quedó, no pudo más, le pudo el miedo a la oscuridad y se agazapó para pasar la noche y la madrugada como un corderillo, entre carrizales y lentiscos, oyendo su propia respiración y el aleteo de las aves.


Allí estaba el experimentado piloto a muchos kilómetros de su cama melillera, con   hambre y sed atroces, con ampollas en las manos, sin una manta con la que taparse, sin un mal  trago de whisky con el que calentarse las tripas.


En esos instantes críticos para el vendedor de vigas y bovedillas, un amigo había alertado ya al 112 de la desaparición de la aeronave a unas 10 millas al sur de Punta Sabinal. Un equipo de salvamento peinó la zona sin dar con él hasta la mañana siguiente, cuando lo encontraron desorientado, hipotérmico y lo evacuaron al Hospital del Poniente donde a las pocas horas fue dado de alta, como un partisano en el campo de batalla. Justo cuando llegó su hija Susana de Melilla para darle un abrazo, para ponerle un anorak por encima  y prometerle una sopa caliente, a cambio de que Renato, el héroe de Almerimar, el valiente náufrago melillense, ponga punto y final a su trayectoria como émulo de Ulises.



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