36, rojo, par y pasa

Estos `Relatos indiscretos` cuentan situaciones totalmente verídicas para las que ha sido preciso cambiar el nombre y lugar

Ricardo Alba
12:14 • 19 ago. 2017

Abandonó el edificio con gesto de cansancio cuando la tarde se entregaba. Abstraído en sus tumultuosos pensamientos no reparó en saludar a los empleados de la recepción del hospital como solía ser su costumbre. Con pasos de autómata se encaminó hacia su coche. Lo tenía aparcado en la plaza número 36. No le dio mayor importancia al guarismo, aunque de regreso al hotel sí enfocó parte de la atención en la coincidencia de la cifra con su edad. En recepción le entregaron un par de notas, dos llamadas telefónicas recibidas. Tomó el ascensor. En el interior de la habitación vació los bolsillos de la chaqueta en un pequeño mueble. Monedas, las llaves del automóvil y un sobre. 




Conectó su smartphone al equipo de sonido. ‘Only Time’ ahogó el silencio de la habitación. “Quien puede decir hacia dónde fluye el día. Sólo el tiempo”, tarareaba mientras dejaba resbalar el agua de la ducha por todo el cuerpo. La música, la voz de Enya, le tranquilizaba por momentos. Mientras se secaba la espalda resolvió alterar su meditado plan. Decidió regalarse una buena cena en uno de sus restaurantes favoritos de la ciudad. El espejo le devolvió la imagen de un rostro perfectamente afeitado, abundante cabello peinado hacia atrás, impecable traje azul oscuro, camisa azul pálido y corbata discreta de fantasía a juego. Abrió el frasco de colonia, vertió unas cuantas gotas sobre la palma de la mano, se humedeció la cara.




Al arrancar, el sensor automático de luces encendió los faros del vehículo. Salió del aparcamiento del hotel, dejó atrás la avenida de Retiro. No tenía ninguna prisa, en lugar de ir directamente al restaurante escogió circular por las radiales, le apeteció dar un buen rodeo. La ciudad era una ascua de luz. Se fijó en los rótulos luminosos, de reojo percibió el número 36 en el poste kilométrico. Cayó en la cuenta de que los altavoces daban alas al ‘Cóndor pasa’. Se dejó mecer por el folclore andino. El recorrido se le antojó muy corto. Le entregó las llaves del coche al empleado del aparcamiento. El maître le saludó cordialmente, se trataba de un cliente frecuente, un día o noche por semana. 




─Buenas noches, ¿la mesa de siempre, señor?
─Si la tiene libre, sí. Se lo agradezco.
─¿El señor cenará solo?
─Sí, ninguna compañía esta noche. Quiero disfrutar de una buena cena sin conversaciones.
─Lo procuraremos, como siempre. Ahora le atenderá el sommelier.
─Gracias, Edmundo.




Estaba a punto de encaminarse al reservado para hablar por teléfono con sus padres y su novia. La presencia del sommelier le hizo desistir del propósito.




─Buenas noches, señor. ¿Tiene ya alguna preferencia?
─Buenas noches, Pedro. No, lo dejo en sus manos.
─Me queda una única botella de Cariñena Gran Paulet Reserva, vino añejo de la cosecha del 36.
─Lo probaremos.
─Gracias por su confianza. Espero que lo disfrute.
─Gracias a usted, Pedro. Nunca se ha equivocado en la sugerencia.




No miró la carta. Recordó las cenas con sus padres en ocasiones, con Mabel, su novia, en otras. Siempre que las circunstancias lo permitían hacía el viaje de Alcandora a la capital con alguno de ellos. En esta ocasión no pudo ser, sus padres pasaban las vacaciones con otro de sus hijos y a Mabel le resultó imposible abandonar el bufete.




─¿Ha decidido ya, o esperamos un poco más?
─No, Edmundo, gracias. Lo que sugiera el chef estará bien, pero dígale que algo ligero
─De acuerdo, señor


Recorrió la sala con la vista. Alejó de su mente oscuras determinaciones. Distrajo el tiempo con el juego fantasioso de poner nombre improvisado a los comensales y etiquetarles un trabajo, una profesión, en función de su aspecto. Acomodó a su libre albedrío a cada una de las parejas sentadas a su alrededor: matrimonio, aventura de una noche, acompañante de lujo, enamorados, compañeros de trabajo. 


El chef y el sommelier acertaron plenamente. La cena había resultado espléndida. Respondió a la recogida de las llaves de su coche con una generosa propina. Antes de poner el motor en marcha habló telefónicamente con sus padres y, posteriormente, con Mabel. Ambas conversaciones fueron intrascendentes, demasiado trabajo, me da no sé qué que estés solo, te quiero, mañana será otro día, ten cuidado a la vuelta. Enfiló el bulevar para así evitar el centro de la ciudad hasta enlazar con la avenida de Retiro. Levantó el pie del acelerador. Aminoró la velocidad. Sin premeditación, a golpe de impulso, tomó la desviación a la autovía de Andalucía, en la cuarta o quinta salida, no lo podía precisar, efectuó el giro por la rotonda interior. Un rótulo luminoso descomunal le sacó de su ensimismamiento: Gran Casino.


Aparcó el vehículo, se registró en el mostrador de la recepción, y se acercó al cajero automático. Introdujo su tarjeta. Tecleó el importe máximo del límite diario de extracción de dinero. Miró el reloj. Faltaban 3 minutos para las 00:01. Aguardó este tiempo ante el cajero y repitió la misma operación.


Ya en la sala de juego, cambió el efectivo por fichas. Paseó lentamente ante las mesas de Black Jack. Reparó en la perturbación de un jugador al dilapidar miles de euros en una mano de Póker. Sonrió. Es tan solo dinero, se dijo. Deambuló a la zona de las mesas de ruleta americana. Algunos jugadores tomaban notas, otros daban la espalda al recipiente mientras rodaba la bola. Anduvo unos minutos curioseando hasta que una corazonada le empujó a apostar todas las fichas que llevaba al número 36. Muy amablemente, el croupier le hizo ver que su apuesta superaba el máximo permitido. Se excusó por su ignorancia y pidió una excepción. El croupier se dirigió al Jefe de Sector que asintió con la cabeza. “Hagan juego señores” pronunció para, a continuación, hacer girar la ruleta y lanzar la bola en sentido contrario. Al “No va más” le siguió un silencio apabullante. La bola giró alrededor de la pista, cayó dando un par de saltos en el cuenco. Se detuvo en un hueco. ─“36, rojo, par y pasa, enhorabuena señor, ha tenido usted mucha suerte”─. Los testigos de la apuesta causaban murmullos de incredulidad. Recogió las fichas con ademán inalterable, regresó con ellas a la caja del Casino. 


─Buenas noches, señor. ¿Lo quiere en metálico o cheque?
─Cheque, por favor. Gracias.


Aspiró el aire fresco de la sierra al fondo. Condujo el coche con Elton John en el asiento del copiloto, cantaba a todo volumen ‘Candle In The Wind’ una y otra vez hasta llegar al hotel. Lo introdujo en el garaje. Subió a su habitación, cerró la puerta tras de sí. Amanecía rojo en el horizonte.


Mabel se hallaba al borde de la desesperación. Así se lo dio a entender a los compañeros del bufete y, también, naturalmente, a sus futuros suegros. Era inusual este compo    rtamiento en una persona tan metódica y disciplinada. No respondía a sus llamadas ni tampoco devolvió ninguna durante todo el día. Los empleados del hotel no le habían visto entrar ni salir, tampoco conseguían hablar con él telefónicamente. Ella les pidió que entraran en la habitación, no podían hacerlo sin que hubiera algún testigo, un familiar…, no sabía que determinación tomar tras un día completo sin saber nada de él. ─Avisen a la policía, por favor, yo salgo de Alcandora hacia allá ahora mismo.


Dos agentes aporrearon insistentemente la puerta de la habitación. Forzaron la entrada. En el pequeño mueble, junto con las llaves del coche, había depositado un sobre y un cheque por importe de un millón cincuenta mil euros a nombre de Miguel Ramírez Lafuente. El sobre contenía el informe del oncólogo que finalizaba con la recomendación de ingreso en la Unidad de Cuidados Paliativos. 


En la cama del dormitorio yacía Miguel Ramírez Lafuente. El rostro tenía apariencia serena, abundante cabello peinado hacia atrás, impecable traje azul oscuro, camisa azul pálido y corbata discreta de fantasía a juego. A su lado, un frasco vacío de Nembutal y dos folios manuscritos, uno dirigido a ‘Mabel, el amor de mi vida’, y el otro a ‘Mis padres, con todo el cariño’. 



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