Que se quede en el campo

Recuerdo haber jugado muchas veces al fútbol de niño en el colegio (no puedo poner ejemplos más recientes ya que mi falta de aptitudes quebró cualquier sueño de proyección balompédica, por modesta que fuera) y que, a pesar de nuestra corta edad y de la frecuente presencia entre el público de padres, profesores e incluso la siempre severa asistencia de algún ordenado, no era infrecuente que alguna jugada de los partidos se resolviera, tras las patadas y las faltas de rigor, con intercambio más o menos subterráneo de lindezas y lo que por entonces se conocía por “palabrotas”.  El código no escrito marcaba que lo sucedido en el terreno de juego allí quedaba, cubierto por la generosa e informal amnistía de la renuncia a la memoria. Chivarse de lo dicho o escuchado no era honorable, ni masculino. Ese territorio libre de vigilancia ha imperado hasta nuestros días en los ámbitos profesionales del fútbol, en los que tampoco se mide con reglamento penal lo que se dice en un momento de ardor o tensión, más que nada porque todo el mundo sabe que la aceleración propia del juego puede nublar la razón para hacer decir a los jugadores auténticas barbaridades sin pensar. Pero lo cierto es que la llegada del fútbol/negocio/espectáculo y la multiplicidad de cámaras y micrófonos ha posibilitado que la censura del agobiante discurso de lo políticamente correcto se instale también sobre el césped, obligando a los jugadores y entrenadores a comunicarse con el ridículo gesto de taparse la boca y invitando a que se mida con criterios extradeportivos lo que dos jóvenes futbolistas se puedan decir en un lance del juego. Lo digo por el escándalo que se quiere montar ahora tras la denuncia de un jugador de color del Levante que señala que otro, blanco y del Celta, le llamó “negro de mierda” tras un choque. Sé que esto da para un par de cañas muy entretenidas y que esta columna no tiene espacio suficiente, pero ¿no creen que estamos perdiendo la cabeza?